Universidad Autónoma de Aguascalientes

Lo que podemos rescatar del fuego

gaceta uaa

COLABORACIÓN | Daniel López Romo, egresado de la Lic. en Comunicación e Información y de la Maestría en Investigaciones Sociales y Humanísticas, correo: daniel.lopezromo@edu.uaa.mx

 

Hace poco tuve que viajar por trabajo a la ciudad de Tepic, Nayarit. En el trayecto de regreso, la vista que regalaba el paisaje era algo memorable. Por algunos kilómetros, podía observar montañas muy altas repletas de árboles con troncos largos y ramas muy distantes entre sí que, en sus puntas, tenían muy pocas hojas. El cielo era claro, limpio, tan azul y carente de nubes que pude sentir los rayos del sol quemar ligeramente la piel de mi cuello al entrar por la ventana trasera del vehículo donde viajaba como pasajero.

Ese tramo de la carretera estaba cercado por esas montañas altas y también lleno de curvas. De repente el tránsito comenzó a alentarse. Un automóvil esperaba después de otro que había parado y, tras ellos, muchos más vehículos. Luces intermitentes anunciaban que algo había sucedido más adelante. Al acercarnos y dar vuelta en una de las curvas, una cortina de humo se elevaba al cielo del lado derecho del camino. Conos color naranja te solicitaban transitar por un solo carril. A la falda del cerro se encontraba un equipo de bomberos que, bajo el sol, intentaban apagar un incendio que consumía los árboles largos y peculiares.

El suelo se tiñó de ceniza donde antes había pasto reseco. Las llamas habían consumido ya una parte del campo, pero el trabajo de los bomberos aminoró su expansión. Quedaban solamente a las orillas unas llamas tímidas y necias que se negaban a extinguirse. Hay algo que pasa dentro de nosotros siempre que observamos el fuego. Como bien lo dice Chuck Palahniuk en su novela Invisible Monsters, es algo hermoso y poderoso que nos recuerda sobre las cosas que no podemos controlar.

Pensé además en otras sensaciones al observar el fuego engullendo la flora. En la ola de calor sin precedentes que hemos estado viviendo en los últimos meses debido a esas ideas que nos parecían tan lejanas sobre el calentamiento global y el cambio climático que ahora son nuestra realidad. También en los errores que como humanidad hemos cometido con el paso de los años para buscar en el presente una sombra en la cual refugiarnos y nubes en el cielo que nos prometan que el campo podrá vestirse de verde y no de fuego.

Después pensé en el acto de iniciar el fuego como el de quien comete un error. En alguien que toma entre sus dedos un cerillo y no se cerciora de apagarlo antes de arrojarlo a un contenedor de basura en la calle. El contacto entre la llama diminuta y un pedazo de cartón. Un momento. El chispazo. La llama previa a la llamarada. La persona que fricciona el fósforo hasta encenderlo ya no es dueña del fuego.

Esas imágenes sirven para pensar sobre los errores que se cometen en la vida como actos devastadores que engullirán todo a su alrededor. Pero, ¿serán realmente una fuerza de la naturaleza que seguirá su curso dejándonos sin poder alguno sobre su destino? Quiero creer que no. Los errores humanos pueden redirigir su curso.

Cuando se comete una equivocación, acostumbramos pensar que es más un reflejo de nuestro carácter que una posibilidad humana que todos compartimos. Solemos primero culparnos por dejar que la distracción se apodere de nosotros. Achacamos las consecuencias de nuestras acciones a un defecto permanente del que no podemos librarnos. Tomamos una palabra como determinante para considerar que todo acto que emprendamos encontrará al fracaso como resultado. Dejamos entrar a la culpa a sus anchas, pero no brindamos la más mínima oportunidad de pensar, en su lugar, en la responsabilidad.

En las palabras están también las soluciones, sobre todo en las que nos decimos a nosotros mismos. Muy distinto es decir “fue mi culpa” a decir “asumo la responsabilidad por lo que pasó”. Responsabilizarse por un error es, primero, reconocer que somos propensas y propensos al fallo y que siempre lo seremos. Es también dimensionar en su justa medida las múltiples razones que nos llevan a equivocarnos: el tener demasiadas ocupaciones y, por ende, exceso de cansancio, las situaciones que nos sobrepasan y necesitamos ayuda o, simple y sencillamente, el hecho de que somos personas.

En los trabajos finales, en los proyectos importantes del trabajo, en nuestras relaciones con nuestras familias, amigos y parejas, cometeremos errores. No se trata de jugar al verdugo de uno mismo y de los otros, ni vivir con la severidad de que seremos siempre infalibles, sino de reconocer en nosotros que, siempre y cuando nuestros actos no provengan de un daño deliberado hacia los otros o un genuino desinterés por su bienestar, podemos decir: “Me equivoqué. Asumo la responsabilidad y voy a hacer el trabajo que requiere rectificar”.

Pensar en soluciones más que en culpables nos permite movernos de la costumbre infértil de señalar con el dedo, encontrar aprendizaje en las acciones que no tuvieron un buen resultado, identificar qué necesitamos para hacer las cosas mejor la próxima vez y planear en consecuencia. Hacerlo para tener un mejor proyecto, mejores relaciones con quienes queremos y hasta para tener un planeta menos enfermo. Tomar la caja de fósforos, echarla a la maleta y destinarla únicamente para encender una fogata cuando cae la noche.  Saber que el fuego pertenece a la naturaleza y la equivocación a la humanidad.