Universidad Autónoma de Aguascalientes

Lo que aprendí en el Uber

gaceta uaa

COLABORACIÓN | Daniel López Romo, egresado de la Lic. en Comunicación e Información y de la Maestría en Investigaciones Sociales y Humanísticas, correo: daniel.lopezromo@edu.uaa.mx

 

¿Existirá una forma adecuada de empezar de nuevo? ¿Cómo sabemos cuándo es el momento correcto para emprender un nuevo camino? Dos preguntas pequeñas que encierran toda la incertidumbre que puede cabernos en el cuerpo. Alguna vez, una persona muy querida me dijo que “lo único constante en la vida es el cambio”. Esa idea me pareció liberadora y a la vez desesperanzadora, como suelen ser las grandes ideas que, por sí mismas, ya están generando en nosotros un cambio. El ir y venir entre un estado anímico y otro, entre una situación y otra, entre quienes éramos y en quienes nos estamos convirtiendo. Dulce, repentino o paulatino cambio. Nuestra única constante.

Hace unos días salí de mi casa, cargaba en las maletas más diminutas del mundo, o sea, los bolsillos de mis pantalones, mi cartera, las llaves de mi casa y mi celular. Esas herramientas de supervivencia que en la era en que vivimos son el equivalente a lo que una lanza para cazar mamuts fue para nuestros ancestros. Saqué mi teléfono y pedí un Uber para ir a recoger mi finiquito al lugar donde trabajaba. La aplicación me decía que Teresa estaba a escasos tres minutos de mí y estaba lista para empezar el viaje. Y, mientras revisaba todos los problemas por resolver que los teléfonos nos entregan diariamente, pasaron los minutos sin darme cuenta y ahí estaba ella.

Llegó en un automóvil rojo cuyo modelo no escribo aquí porque, 1)lLa parte de mi cerebro que guarda la información sobre los modelos de los automóviles jamás ha funcionado y en su lugar guarda datos inútiles como los nombres de todas las actrices y actores de las películas que he visto y, 2) quisiera proteger lo más que pueda su identidad en agradecimiento por la gran lección que me dió ese día al viajar con ella. Subí, nos dimos los buenos días.

Existen dos tipos de personas en este mundo, las que suben al transporte público y no hablan con las personas que conducen y las que no pueden resistir el impulso de preguntar: “¿Y cómo va el turno?”. Todas y todos hemos sido ambas personas alguna vez, dependiendo de nuestro estado de ánimo. En esta ocasión, yo fui del segundo tipo. Y así, empezamos a conversar Teresa y yo:

— ¿Cómo estás? ¿ya se te hizo tarde? — me preguntó.

— Se me hace tarde para regresar — le respondí.

Después de contarle que iba a recoger mi finiquito, le conté que había encontrado un nuevo empleo y que estaba contento con él. Ella me contó por su parte que había comenzado a conducir un Uber desde la pandemia, después de verse en la necesidad de cerrar el negocio del cual apenas había podido abrir una sucursal y que había proveído su sustento y el de su familia. Teresa va muy arreglada, lleva su cabello teñido de rubio acomodado por el spray y unas gafas oscuras muy bonitas. Creo que me mira por el retrovisor.

— Al principio me daba vergüenza. La gente aquí es muy elitista. Iba a las comidas y me preguntaban a qué me dedicaba. Cuando les decía que manejaba un Uber, deberías ver las caras que me hacían. Pero a mí me gusta. Soy mi propia jefa, trabajo lo que quiero y cuando yo quiero. Batallando y todo, pero no me puedo dejar caer— me compartió.

Me hizo recordar mucho a una amiga que en alguna ocasión me hablaba sobre alguien que conocía. Cuando le pregunté a qué se dedicaba la persona de la que hablábamos me dijo que no sabía, porque tenía la costumbre de preguntar más a sus amistades si se sentían felices con lo que hacían y no tanto qué hacían para ganarse la vida. Le conté esto a Teresa. Pude ver en el retrovisor cómo se le dibujaba una media sonrisa. Entonces me pidió que volteara para atrás. Un señor mayor conducía un taxi.

— ¿Cuántos años le calculas a ese señor? ¿65, 70 años? Y se levanta todos los días a trabajar. De eso se trata la vida, de hacer algo que nos haga sentido — observó.

Después me dijo que le gustaba ese trabajo porque le permitía apoyar a su hija y a su nieta, sobre todo en esta época de ingreso a clases cuando las colegiaturas y el precio de los uniformes vacían las maletas diminutas que las personas llevan pegadas a los pantalones. Justo antes de llegar al destino me felicitó por el nuevo comienzo que estaba iniciando en mi vida y me deseó un buen día. Yo le agradecí por la plática y bajé del auto.

Escribo esto días después, luego de reflexionar en los nuevos comienzos que han llegado a mi vida últimamente y en el cambio que Teresa tuvo que enfrentar en su vida desde que inició la pandemia. ¿Será que alguna persona está verdaderamente preparada para que las cosas cambien?… ¿Para cambiarse a sí misma o a sí mismo? Me inclino a pensar que no, pero eso no quiere decir que el hecho de que los nuevos comienzos sean difíciles y requieran mucha energía de nosotros para poder adaptarnos los convierta en un asunto imposible.

Pasamos de vivir en cavernas a vivir en casas rentadas, de la preparatoria a la universidad, de un trabajo a otro, de la salud a la enfermedad, de la estabilidad a la novedad. Todo eso en sentido opuesto en algún momento también. Esa es nuestra constante. El tiempo para voltear a ver el mapa que nos diga “Usted está aquí” es propio, como también el punto en ese dibujo al que queremos llegar y la dirección que decidimos tomar hasta alcanzarlo. No hay formas adecuadas de empezar, como tampoco las hay de vivir, si no son, como dijo Teresa “algo que nos haga sentido”.

¿Tú qué necesitas echar en tus bolsillos para empezar de nuevo? ¿Una conversación inesperada en el transporte público?, ¿el abrazo de algún ser querido?,  ¿una idea que te haga saber que la única forma de llegar a ser alguien más es dando el primer paso?, ¿ninguna de las anteriores? La solución no tiene que ser perfecta, solo tiene que ser tuya.