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Recordemos que hace un año, el Honorable Consejo Universitario de nuestra Benemérita Institución designó el Día de la Autonomía e instauró la Plaza de la Autonomía en el campus central para conmemorar que el 19 de noviembre de 1942, la XXXVI Legislatura del Estado de Aguascalientes, promulgó la nueva Ley Orgánica del Instituto de Ciencias del Estado, en la cual se le otorgaba plena autonomía. Desde entonces, la UAA celebra el 19 de noviembre como Día de la Autonomía.
Además, ante las lamentables acciones de intervención política en la vida universitaria, tanto la nueva efeméride como el espacio universitario, tienen el propósito de reiterar el carácter de autogobierno que tiene la UAA, lo que representa una parte esencial de la institución. Este 2020 celebramos 78 años de autonomía universitaria y es imprescindible reiterar que sin la autonomía no es posible concebir a una institución de relevancia social como la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Esta prerrogativa fue heredada por la UAA en el momento de su fundación en 1973 y, desde entonces, ha actuado con plena responsabilidad social para cumplir con la misión que se le encomendó: la formación de profesionistas, la generación y transmisión de conocimientos, así como la difusión del arte y la cultura.
En esta edición de la Gaceta Universitaria queremos compartir con ustedes algunos apuntes a propósito del libro La Autonomía Universitaria en la coyuntura actual, una obra referente para comprender mejor este valor de las universidades mexicanas.
Además, conversamos con el doctor Alfonso Pérez Romo, profesor emérito y ex rector de la UAA, a quien, al igual que muchos otros personajes universitarios, le ha correspondido una participación activa y decisiva en los momentos históricos más importantes de nuestra Alma Mater, incluyendo la lucha contra diversas intromisiones a la vida institucional. También compartimos una reflexión del doctor Salvador Camacho Sandoval, profesor e investigador del Departamento de Educación, acerca de la iniciativa de ley para la educación superior, en la que se reivindica el respeto irrestricto a la autonomía de las universidades.
Apuntes sobre la autonomía universitaria en la coyuntura actual*
*El siguiente texto se compone de algunos fragmentos tomados del prefacio que escribió el Dr. Francisco Javier Avelar González, rector de la UAA, para el libro La autonomía universitaria en la coyuntura actual, mismo que puede descargarse gratuitamente en https://editorial.uaa.mx/docs/autonomia_coyuntura.pdf
En el ámbito político y académico, la historia ha cubierto de un hálito de probidad al concepto de autonomía. Este revestimiento simbólico no es gratuito, al menos en un contexto como el de nuestro país. Un acercamiento profundo al florecimiento y la consolidación de los Órganos Constitucionales Autónomos (OCA) en las últimas décadas nos permitiría observar lo mucho que les debemos en temas como el ejercicio real de la democracia, el acceso a la información, la competencia económica y el desarrollo nacional sin las dañinas costumbres del poder unívoco y autoritario, ejercido desde el presidencialismo que padecimos durante varios sexenios. El caso de la autonomía de las universidades corre una suerte paralela a la de los OCA, aunque con particularidades que la distinguen de la ejercida por estos últimos.
A diferencia de los órganos descentralizados de carácter no formativo, las universidades autónomas modernas se fundan por la necesidad de generar y difundir conocimiento científico, sin presiones externas que corrompieran o asfixiaran este noble fin. Por otra parte, el trasfondo desde donde emergió la autonomía universitaria en nuestra latitud ayudó a darle un lugar especial dentro de la constelación de Organismos Constitucionales Autónomos. En un contexto de luchas y reivindicaciones sociales en Latinoamérica, la educación -incluyendo la de nivel terciario- fue entendida como uno de los conductos más importantes para la consecución de justicia social, democracia, igualdad, participación crítica en la vida pública y desarrollo ciudadano; un conducto capaz de dar cauce, preparación y proyección a los jóvenes. Con tales fines y desde la defensa de la investigación y la docencia alejadas de la latente corrupción que trae consigo el poder político, las universidades se elevaron ante los ojos de la sociedad sobre cualquier otra institución pública.
La confianza ciudadana en los Institutos de Educación Superior se ha mantenido a lo largo de los años. En el caso mexicano, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2017 ha hecho patente que la satisfacción de la sociedad por el trabajo y la atención de las universidades públicas (cifrada en un promedio de 82,7% de encuestados satisfechos) es muy superior a la que siente por otros servicios que le ofrece el Estado, como los correspondientes a la seguridad pública (23,8%), la manutención de las carreteras libres de cuota (30,5%), el drenaje y el alcantarillado (43,7%), los servicios de salud brindados por el IMSS (44,4%) o incluso la misma educación pública en sus niveles obligatorios (primaria y secundaria: 66,7%).
A la valía intrínseca de estas instituciones educativas se suma su compromiso social; su trabajo. Si las universidades públicas autónomas gozan de una notable confianza ciudadana, se debe -entre otros motivos- a las decenas de miles de profesionistas que egresan de sus recintos anualmente, así como al monumental incremento de sus índices de matriculación en los últimos 70 años y al diverso conjunto de investigaciones, proyectos y servicios -no sólo académicos o científicos, sino también de salud, jurídicos, deportivos, artísticos y empresariales- que ofrecen a la sociedad como parte de sus actividades sustanciales. Estos productos y servicios se traducen a decenas (o cientos) de millones de beneficios directos e indirectos para la población.
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Dependiendo del momento histórico, el interés del gobierno en (el control de) las instituciones públicas de educación superior se ha visto reflejado en confrontaciones directas, generosos ofrecimientos (traducidos a mejorías laborales, constitucionales, económicas o de infraestructura), felices y respetuosas colaboraciones, tensos y peligrosos alejamientos y, finalmente, intentos de intromisión por vías legales y administrativas. A partir de los años setenta y hasta la época actual, las universidades autónomas han sido testigos de una transformación gradual del gobierno, que pasó de ser un “Estado benevolente”, a ser un “auditor” o “interventor” férreo, cuyos órganos de fiscalización incluso han comenzado a tomarse atribuciones que pueden llegar a ser excesivas, como hacer “recomendaciones al desempeño” institucional; cuestión que lastima el autogobierno y la libertad académica universitaria.
A las extralimitaciones en las continuas, múltiples y minuciosas revisiones de las que son objeto las universidades, deben sumarse los sistemáticos intentos de intervención de gobiernos y de grupos políticos locales y federales que, a través de propuestas para modificar las leyes orgánicas universitarias e incluso la Constitución, han buscado limitar o hacer inoperante el poder de autogestión y autogobierno de estas instituciones educativas, con el fin de tener control y poder sobre sus procesos administrativos y académicos.
En un panorama de tersa hostilidad contra las universidades públicas autónomas, el derecho constitucional a su autonomía se ha dejado de ver como ese motor de pensamiento crítico, generación de conocimientos y propulsor de la democracia, para percibirse como el baluarte último de una ciudad sitiada. El campo de batalla discursivo tiene ahora su epicentro en dicha fortificación, de cuya defensa o caída depende en gran medida la reorganización del sistema educativo mexicano a nivel superior, así como las relaciones entre el gobierno-Estado y las comunidades académicas. Dado que la historia muestra que el alto grado de independencia de las universidades y su sana lejanía de los intereses político-gubernamentales han rendido frutos nada despreciables, parece un despropósito el afán por asfixiar la autonomía universitaria y optar por un esquema de intervención y decisión externo, desde un aparato burocrático que carece de la pericia técnica y el conocimiento adecuado sobre las necesidades específicas, los manejos administrativos e incluso las dinámicas de enseñanza-aprendizaje e investigación de las instituciones de educación superior; pericia y conocimiento que dominan bien los propios universitarios.
Serviría de poco, sin embargo, una defensa visceral y acrítica de la autonomía universitaria, que no aprovechara la coyuntura para reflexionar profundamente sobre este concepto y, a través del intercambio de argumentos y perspectivas informadas e inteligentes, permitiera que otros académicos, así como los estudiantes universitarios, actores políticos y la sociedad en general tuvieran la oportunidad de entender de qué va este derecho y por qué resulta vital para toda la sociedad conservarlo y fortalecerlo. Esta discusión permitiría también algunos desengaños sobre qué no significa esta autonomía, cuáles son sus alcances reales, cómo es ejercida en el panorama actual y cuáles de sus privilegios han sido mal interpretados, mal acotados o, por la causa que fuera, merecerían un ajuste pragmático desde el interior de las propias universidades…
Celebremos la autonomía universitaria con todas sus implicaciones, libertades y responsabilidades; pero hagámoslo siempre desde el conocimiento de nuestra historia, así como desde el pensamiento crítico y el diálogo.