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COLABORACIÓN | En el marco del Día Mundial de la Tierra, que se celebra cada 22 de abril, les compartimos este poema de Daniela Alanis Hernández, estudiante del octavo semestre de la Lic. en Letras Hispánicas. Becaria en el proyecto PIF24-2 del Departamento de Filosofía.
Tenía el cuerpo seco
y el rostro mutilado,
sin identidad.
Se había ido el color de su piel verdosa
y el azul sincero de sus mares.
El aire muerto la asfixiaba
con ese cáncer de ciudad,
y un caudal de peste negra se regaba
donde antes hubo ríos de cristal.
Alzó a tropiezos la mirada
buscando unos ojos despiertos
que le dijeran: “Aún queda tiempo”,
pero encontró en su lugar
un muro
con miles de cámaras esperando
capturar su último aliento.
El día que murió la Tierra
nadie hablaba de otra cosa.
Las televisoras registraban los rating más altos
y el #SalvenALaTierra
era casi número uno en tendencias.
Fue la muerte más televisada,
la más vista,
la más anunciada,
un espectáculo dispuesto
desde hace siglos
por la raza humana.
En torno al lecho de la moribunda
los más preocupados se reunieron:
empresarios, políticos y patriarcas.
Unos,
con sus corbatas y cuellos blancos,
calculaban los barriles
de su cuerpo hecho petróleo
o las botellas que
con sus últimas lágrimas,
se llenarían de agua,
de cerveza
y de refresco.
Otro más,
que había estado mordiéndose los labios,
anotaba ya el eslogan de su próxima campaña:
“Los que estuvimos ahí, estaremos contigo”,
y se retiraba agachando la cabeza,
con la vergüenza bajo el sombrero
y el luto cayéndosele a pedazos.
Tras él, los rezos de un anciano
pusieron la cereza en la estampa.
Con las manos atadas
entre las perlas de un rosario,
y los ojos mirando lejos, muy, muy lejos,
rogaba piedad a un dios que la Tierra ignoraba.
“¡Salva a nuestra madre!”, pedía,
mientras los ojos de ella,
con la muerte asomando su cabeza en la pupila,
aterrados por la noche
inminente,
cercana,
fría,
parecieron gritar: “¡Estos no son mis hijos!”.
Pero ellos estaban atrás,
muy atrás
de la multitud reunida,
una minoría que, entre gritos, lloraba.
Venían con el regazo cubierto
de flores y palmas frescas,
una última ofrenda para la Madre Tierra.
Por largos momentos
el viento sacudió los ecos de pánico,
mas ellos cantaron hasta espantar el miedo,
y listo el corazón para encarar la muerte
esperaron en paz la sombra postrera.
Entonces llegó la noche:
se apagaron las luces,
se encendieron las velas.
Cuando al fin la Tierra cerró sus ojos,
no hubo campanadas
ni oraciones
ni sollozos.
Todo fue,
simplemente,
silencio…