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LA MALETA INFINITA
COLABORACIÓN | Daniel López Romo, egresado de la Lic. en Comunicación e Información y de la Maestría en Investigaciones Sociales y Humanísticas, correo: daniel.lopezromo@edu.uaa.mx
Les decía en la entrega anterior de esta columna que hay rutas que nos conducen a lugares inesperados, algunas veces las rutas son metafóricas, otras son literales, y muchas veces son ambas. A mí, por ejemplo, la ruta 33 del transporte público me llevaba por la módica cantidad de nueve pesos con cincuenta centavos a la casa en segundo anillo en la que mi psicólogo tenía su consultorio.
No me dejarán mentir quienes son estudiantes, especialmente aquellos que han pasado por un posgrado, si les digo que hacer malabares entre nuestra vida personal y los estudios puede pesar tanto como la ropa sucia de tres semanas en una maleta.
Me encontraba una mañana tomando una clase de la maestría, todo corría su curso normalmente hasta que, al terminar la clase, un switch en mi cabeza se apagó. Mi tesis estaba muy lejos de ser terminada y un cúmulo enorme de susurros se apoderó de mi mente. Salí del salón y corrí a la parada del camión convencido de que el fracaso estaba dos pasos detrás de mí y tenía la determinación de alcanzarme. Recuerdo perfectamente el instante en que me dije a mí mismo: “Es hora de ir a tomar terapia”. Pedí recomendaciones a conocidas y conocidos, hasta que una de ellas me recomendó a quien sería mi psicólogo hasta terminar el posgrado y muchos años después.
Si alguna vez han tomado terapia, saben que la primera vez se parece mucho a una cita a ciegas. La única diferencia entre una primera cita con una potencial pareja y quien podría ser el profesional de la salud mental para ti, es que a la consulta asistes no para conocer a alguien más, sino para conocerte a ti. Ese proceso duele mucho, pesa mucho, pero te da las herramientas necesarias para soltar esas situaciones que te empujan hacia abajo, como lo fui descubriendo una sesión tras otra.
En una de esas sesiones, mi psicólogo me compartió algo que me cambió la vida:
“¿Sabes el procedimiento que siguen las tortugas marinas al nacer?, ¿no? Bueno, el asunto es que cuando eclosiona el huevo que la protege y sale torpemente del cascarón, todavía le queda un largo recorrido hacia el mar. Si alguien, digamos un turista, la toma y la acerca a la orilla, lo más probable es que esa tortuga muera. Es necesario que la tortuga haga su recorrido hacia la orilla a solas, para que al crecer e ir a poner sus propios huevos, conozca de memoria el camino de regreso a la costa. Me encantaría llevarte hacia la orilla, pero es algo que tienes que hacer por ti mismo”.
La ansiedad y la depresión, que tienen una numerosa cantidad de detonantes, son experiencias que comparten síntomas entre las personas, pero la forma en que las vivimos es íntima y demasiado personal. A menudo no son fáciles de detectar entre las personas e imposibilitan tener un desempeño satisfactorio en casi cualquier actividad que llevamos a cabo. En ese entonces pensé que padecer ambas me impediría concluir con mis estudios de posgrado. Para mí, la única orilla visible era tener ataques de pánico y acostarme en el suelo a llorar porque nunca sería lo suficientemente inteligente, responsable o comprometido para lograrlo.
“Haz las cosas a pesar de la tristeza”, me dijo mi terapeuta en otra sesión. “Levántate del suelo. Yo también pensé que no iba a poder terminar el diplomado con cuatro hijos y una casa por atender, pero tu abuela no me dejó rendirme”, me compartió mi mamá en uno de esos días que no podía despegar mi cuerpo del suelo. “Ponte metas más realistas. Lee este libro. Tú siempre has sabido cuál es tu tema y porqué es importante”, me recordaba siempre en nuestras sesiones de trabajo mi tutora de tesis.
Son las palabras de las personas a nuestro alrededor las que nos acompañan mientras nos damos cuenta de que esos susurros en nuestra cabeza nos mienten. Existe otra orilla, una en la que aprendemos que esos susurros en realidad lo que buscan es hacer evidente lo mucho que nos importa algo. Nos enseñan a frenar para contemplar el camino adecuado y después andar hacia él.
Sí terminé el posgrado, por si andaban con el pendiente. Lo hice hasta con honores, para mi gran sorpresa. Fue gracias a las personas que siempre cargo en mi maleta, a las palabras duras y tiernas que me hicieron seguir adelante. ¿Ustedes qué consejos guardarían y qué ideas nuevas meterían en su maleta interior para que les ayuden a llegar hacia el mar que parece tan lejano? ¿Qué ruta tomarían para comprender más de cerca lo que la tristeza quiere mostrarnos? Hay que echar un vistazo… ¡Nos vemos en la otra orilla!