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Colaboración | Javier Treviño Rangel, profesor investigador del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Juárez del Estado de Durango (Becario Conacyt) | javier.trevino@ujed.mx
Publicado en 2020 por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, el libro Ritual del que se queda recupera atinadamente la poesía de Moisés Ortega que había visto la luz, en diferentes espacios, con anterioridad. De entrada, algunos poemas sueltos que fueron publicados en periódicos y revistas antes de 2014. Luego, vienen los libros “Autorretrato con seres que vuelan” de 2014; “Cartas a Federico” de 2015; “Con el vuelo en las manos” de 2016; “Welcome to Time Warner Cable” de 2016; y, al final, “La indefensión y las orquídeas” de 2017. Un libro elegante, sobrio, que da testimonio de la trayectoria y evolución de este joven poeta aguascalentense.
Cuando se piensa en una “obra reunida”, con frecuencia se habla acerca de la obra de Octavio Paz, Carlos Montemayor, o Tomás Segovia. Escritores viejos y muertos cuyo homenaje póstumo es la cuidada publicación de toda su obra en pesados libros bellamente encuadernados. Una obra reunida es, casi siempre, un reconocimiento enorme, muestra inequívoca de gratitud, admiración y, sin duda, respeto. No es entonces casualidad el hecho de que Moisés Ortega, a tan corta edad y en vida, tenga ya una obra reunida y que ésta haya sido publicada por una casa editorial de prestigio. Esto no es sino el testimonio de la seriedad e importancia de su trabajo. No es tampoco resultado del azar que su labor poética haya sido apoyada por importantes premios como el Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA), el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) y el Premio Nacional de Poesía del Concurso de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey. Acaso estemos ante uno de los más brillantes y talentosos poetas homosexuales de nuestro país.
A través de sus poemas, de manera consciente o inconsciente, Moisés Ortega narra con pasión y abundante resentimiento parte de su biografía. Aunque en los poemas que componen “Welcome to Time Warner Cable” se enfoca en describir con ironía su trabajo como el desesperado, dócil, y triste empleado de un call center. En sus otros textos se enfoca en tres temas, que se repiten una y otra vez: primero, la incontenible relación con su padre; segundo, el ambivalente trato con su madre, que es cercano y ausente, amoroso pero molesto; y, finalmente, su homosexualidad, su travestismo pasajero, y su vínculo afectivo y sexual con otros hombres.
Empiezo por el tema de la madre. A través de sus poemas, Moisés Ortega idealiza a su madre, a quien describe como un “ángel con brazos cálidos”. Sin embargo, sus poemas son también una queja sentida hacia ella porque fue cómplice de un padre odiado. Su madre, dice Ortega, regaba con ácido el jardín en el que él pudo haber florecido y lo hacía porque a su padre no le gustaba “ni el escándalo ni la primavera”. Una madre en la que buscó protección y tolerancia pero que era cautamente homófoba, una madre que “enunciaba la fealdad de los hombres afeminados”.
De su homosexualidad habla con metáforas de flores, aves y mariposas. Como las mariposas, Moisés es un niño, un adolescente y un adulto frágil que mueve mucho las manos, a quien le gustan los colores, la libertad, las flores. Narra de forma enternecedora cómo descubrió su atracción hacia personas del mismo sexo, cuando su “cuerpo crecía secretamente al escuchar la palabra muchacho”. Hombres a los que amó y con quien se sintió libre y protegido. Pero los poemas de Moisés Ortega son también un manifiesto sobre el desamor, sobre el amor a hombres que, como él, estaban “rotos”; hombres que, como su padre, huyen siempre de su lado; es el cruel recuento de su atracción hacia jóvenes que parecen gatos porque llegan, toman lo que quieren y se van.
Finalmente, vuelvo al elemento central de toda la obra poética de Moisés Ortega: el odio y el amor que siente, al mismo tiempo, hacia un padre al que no encuentra. El libro de Ortega tiene un título tramposo: “Ritual del que se queda”. Digo tramposo porque en realidad es un compendio de poemas sobre los que se van, los que estuvieron y se recuerdan. El origen está en el padre, un padre que él tiene presente como un padre ausente. De ahí que “la vida”, la vida entera, sea para Moisés sólo “el recuerdo de un padre que desapareció una noche”. Por eso afirma que “el dolor que lleva en la memoria del alma”, el dolor de la pérdida del padre, le haya infundido la “predilección” por los seres predispuestos a la huida. Es por ello que ahora Ortega sea un “cazador de seres que vuelan”, quiere “salvar a la gente de la huida”. Sin éxito, pretende liberar a otros hombres del destino de su padre.
A lo largo de su obra, Moisés Ortega deja claro que la escritura de poemas es su refugio, aunque sea un refugio cruel y esquivo. Escribe porque hacerlo le da paz, aunque sea momentáneamente. La poesía es el espacio en el que, a veces, encuentra certeza y protección. Lo hace porque, de entrada, nombrar a los amantes que se fueron y a su padre que no está, le permite recordarlos, volver a tenerlos en el corazón. “Nombrarte es otra forma de saber que existes”, sostiene Ortega. Pero, al mismo tiempo, Ortega está consciente de que “escribir no remedia nada”. En la escritura tropieza con el desasosiego no con la certeza: “tengo ardiendo en los dedos el nombre de todo lo que me falta”. Encuentra en ella más ausencia en vez de paz: “necesito más palabras para construir un verso en el que ya no faltes”. Y halla un vacío que nunca, de ninguna manera, puede llenar: “todavía quiero saber con qué palabra/ ha de escribirse/ el amor que un hijo/ le tiene, sin remedio, a sus padres”.
El libro de Moisés Ortega inicia con un breve prólogo de la poeta Maricela Guerrero. Un prólogo que es, sin embargo, impreciso y engañoso. Para ella, el libro de Ortega habla de la “máxima ausencia de la literatura mexicana desde que Rulfo compuso Pedro Páramo”, es decir, la ausencia del “padre mexicano que no está y que se asoma como fantasma o reflejo de la que la sociedad imagina un hombre es”. Pero un lector cuidadoso encontrará, acaso, un sentido distinto, la verdadera razón de ser del poemario. En la sección del libro que lleva por título “Autorretrato con seres que vuelan”, Moisés Ortega hace una revelación crucial: “los hijos se van de casa el día que a sus padres se les olvida que no se necesita nacer mujer para poder hablar con las flores”. Es decir, es la confesión de Ortega de que su padre, en realidad, nunca lo abandonó. Ortega abandonó a su padre. Este es entonces el libro de un hijo ausente, no de un padre ausente. Es el doloroso testimonio de un hijo que huye como resultado de la intolerancia familiar a su homosexualidad. Es una proclama contra la homofobia. Pero es también la confidencia de la penitencia que llevan siempre a cuestas los que abandonan, de la contrición de los que se van.
Leer este poemario resulta una experiencia entrañable. Para Moisés Ortega acaso haya sido un rito de paso, un exorcismo, un proceso de catarsis. El ritual no para huir ni buscar seres que huyen y que garantizarán su constante sentimiento de abandono, sino el ritual que de una vez y para siempre le permita quedarse, y hacerlo en paz, sin buscar fantasmas, ni amantes que ya no existen, ni padres que no son ni serán. Para los lectores, el libro es un edicto sobre el amor, la aceptación, la diversidad, el respeto, y la lealtad.