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Por segunda ocasión, la Defensoría de los Derechos Universitarios promueve a través de la creación literaria la cultura de respeto a los derechos de las y los universitarios. En esta ocasión, compartimos en la Gaceta Universitaria a los cuentos ganadores del primer y segundo lugar del concurso Los Derechos Universitarios. Por una cultura de respeto e inclusión, en su edición 2022.
El primer lugar fue para Antonia Montserrat Robles Ocampo, estudiante del segundo semestre de la Licenciatura en Mercadotecnia con su obra “Sebastián”; mientras que el segundo lugar se otorgó a Elizabeth Azuara Melo, alumna de la Licenciatura en Derecho del octavo semestre, con el cuento titulado “Diferente para ser más fuerte”.
Primer lugar: “Sebastián”
Sebastián es una persona verdaderamente extraña.
Nunca le habría puesto tanta atención, si no hubiera sido por la nueva tutora que nos asignaron. Creo que a nadie le importó realmente el cambio, porque no sabíamos lo que era tener a una tutora que de verdad nos pusiera atención. Bárbara Jimenez apareció de la nada y de inmediato quiso entrometerse de lleno a pinchar por doquier la dinámica grupal que llevaba preestablecida por semestres. A la vista de un disfuncional panal de abejas, decidió tomarlo con ambas manos y agitarlo. No fue bueno al principio. Nadie quería hablar con ella, por más citas que agendara con nosotros para conocernos. Cada que asomaba su cabeza en el salón, todos querían esconderse debajo de sus asientos.
Bárbara debía de saber cosas. Los rasgos de su cara le adjudicaban una semejanza a la fineza que tenían las aves, con todo y la agudeza de sus sentidos; sus ojos denotaban verdadera inteligencia. Cuando me separó del resto de mis compañeros para pedirme que le echara un ojo a mi compañero Sebastián, lo hizo con un peculiar sentido de confidencialidad. Me dio la impresión de que era importante y de que no me lo hubiera pedido si no lo considerara necesario. Yo no quería echarle un ojo a Sebastián. Apenas y sabía de quién hablaba, aunque habíamos tomado clases juntos por más de tres semestres. Sin embargo, algo en mí quiso confiar en Bárbara, porque ella sabía cosas.
Así que lo hice y solo reafirmé lo que ya me imaginaba: que Sebastián era extraño. Extraño en el buen sentido.
Sebastián dibuja en las esquinas de sus exámenes antes de entregarlos, pero no los típicos rayones inconscientes que alguien como yo haría. Él traza figuras con verdadera sensibilidad. Me pregunto cuántos dibujos me he perdido, solo por no tomarme un par de segundos para ojear sus hojas de exámenes antes de que los entregara. Es decir, siempre ha estado ahí a lado. Solo tenía que mirar.
Sebastián se enfada, cuando alguien se ríe de la opinión de otra persona. No dice nada, pero he notado la forma en la que frunce sus labios, se cruza de brazos y se hunde un poco más en su asiento. Parece como si quisiera inhibirse a sí mismo de levantarse a protestar. Yo solía soltar alguna que otra risa de vez en cuando en estas situaciones. Ahora yo también lo encuentro fastidioso.
Mis amigas también creen que Sebastián es extraño, pero no en el buen sentido. Lo miran mal, cuando hace comentarios inusuales en clase. A veces lo imitan, porque tiene una forma particular de estructurar sus oraciones. Sé que el prospecto de entablar una conversación con él o invitarlo a pasar el rato con nosotras es algo que nunca se plantearían por parecerles absurdo. Yo también pensaba lo mismo.
Así que, ¿por qué Bárbara me seleccionaría a mí para ese favor? De verdad, ella tenía que saber cosas. El hecho de que la tutora creyera que yo podía ser el tipo de persona en extender una mano de apoyo a un compañero de clase, me hacía querer serlo auténticamente.
Este semestre, Sebastián había dejado de participar en clase. Solo hablaba cuando los profesores se dirigían directamente hacia él. En cuánto acababa la última clase, solo me daba tiempo de pestañear antes de que él recogiera sus cosas y saliera disparado del salón. A menudo quedaba siendo la única persona sin equipo, obligado a unirse al grupo que menos integrantes tuviera. Supe que nada de esto lo hubiera notado, si no fuera por mi nueva tarea asignada: echarle un ojo. También supe que él no hubiera cambiado de esta forma, de no ser por mis amigas y el resto del salón; de no ser por mí. Dentro de mí sabía que él ya no opinaba, porque nadie lo escuchaba realmente. Él ya no se quedaba alrededor más tiempo del necesario, porque nadie lo veía en verdad. Había sido la consecuencia de los pequeños comentarios, las pequeñas risas y las pequeñas miradas. Había sido yo.
¿Esto era lo que Bárbara sabía? ¿Era esta la razón de mi encomienda?
Así que Sebastián dejó de ser otro lugar ocupado dentro del salón de clase y se convirtió en una persona. Cargaba consigo detalles que me generaban más preguntas que respuestas. Ahora quería saber por qué su mochila tenía una mancha morada tan prominente en la parte de abajo, a qué se refería cuando decía que las hormigas eran la verdadera raza superior y si me consideraba graciosa, porque lo había atrapado riéndose de mis chistes un par de veces.
Para el siguiente martes, cuando nuestra maestra de la clase de las 15:00 nos pidió juntarnos en parejas para preparar una exposición, mi cabeza se alzó como resorte. Sin saber cómo evitarlo, me giré hacia mi extraño compañero y agité una mano en su dirección para que me viera.
–¡Sebastián, ey! ¿Podemos hacerlo juntos?
Sé que quiso esconderlo, pero, contrario a sus esfuerzos, pude ver un grato destello que danzó fugazmente en su mirada.