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COLABORACIÓN | Dr. en C. Francisco Javier Avelar González, rector de la UAA.
La segunda palabra del nombre compuesto al que responde nuestra casa de estudios es “autónoma”. Siendo los nombres propios esa suerte de contenedores semánticos en los que se deposita la identidad de personas e instituciones, debe entenderse por qué cada vez que políticos y personajes dentro y fuera de la UAA han intentado socavar nuestro derecho constitucional a la autonomía, la comunidad universitaria ha dejado a un lado sus naturales y sanas diferencias de opinión, para presentarse como un solo bloque de defensa: si por alguna circunstancia en un momento de la historia alguien lograse quitarnos el beneficio y la responsabilidad de la autonomía, perderíamos parte esencial de nuestro nombre y, con él, uno de los tres pilares que nos hace ser lo que somos (las otras dos columnas son: ser una institución de estudios superiores y debernos a la sociedad de Aguascalientes).
Las implicaciones de que nuestra casa de estudios perdiera esta parte fundamental de su esencia seguramente serían catastróficas: las decisiones de docencia, investigación, administración y vinculación universitarias serían tomadas por el estado; es decir, la institución estaría expuesta por completo al contentillo, ideologías e intereses particulares de los grupos de poder en turno; los miles de integrantes de estudiantes, docentes y administrativos universitarios serían vistos y utilizados como botín político; el ejercicio de la búsqueda desinteresada del conocimiento y el ejercicio de la crítica racional desde la generación de saberes y reflexiones sería echado por tierra en cuanto quienes ejercieran el poder sintiesen su vanidad herida o sus intereses personales comprometidos…
En efecto, y como sabemos bien, este derecho constitucional que nos honra y al que honramos es mucho más que un concepto vacío o intercambiable. Para los integrantes de las Instituciones de Educación Superior (IES) públicas autónomas se trata de un elemento de nuestra identidad colectiva y, más allá de eso, uno de los motores de la democracia en nuestro país y de la formación de ciudadanías preparadas, reflexivas, críticas y plurales. Ciertamente, la autonomía universitaria de la que gozamos actualmente algunas instituciones educativas de carácter público en el país no es la misma de hace 30, 60 u 80 años: a través del tiempo, se ha dado un conjunto de lentas modificaciones con puntos positivos y negativos.
Solo por dar un ejemplo, hace décadas casi parecía darse como un hecho que dentro de los beneficios de la autonomía universitaria se contemplaba la no rendición de cuentas a la sociedad. No nos referimos tanto a los informes anuales, como a la obligación de exponerse a auditorías y requerimientos de transparencia por parte de las instituciones externas dedicadas a la revisión de los organismos públicos. Sin entrar en honduras, en algunos casos este malentendido —respaldado tanto por IES como por gobiernos— propició condiciones que a la postre generaron graves problemas financieros y de viabilidad en más de una casa de estudios. Se hizo evidente que había que corregir el rumbo y modificar en nuestro imaginario colectivo el significado de autonomía. Vino entonces una etapa en la que el Estado asumió su papel y responsabilidad como auditor. Por supuesto que se necesitaba ese cambio y, sin embargo, no hubo una clara idea de lo que significaba auditar a un organismo autónomo, y uno con las características tan particulares de una universidad. Por lo anterior, en las últimas dos décadas esa cultura de la auditoría y rendición de cuentas se ha ido transformando poco a poco en intervencionismo, extremo opuesto pero igualmente nocivo de la otrora indiferencia benevolente del Estado. Hoy los órganos de fiscalización, de manera sistemática, además de revisar las cuentas de las IES autónomas estatales, hacen recomendaciones sobre temas que no deberían de concernirles y en los que no tienen ninguna preparación ni competencia como, por ejemplo, el desempeño académico.
El ejemplo ahora dado no es el único caso desde donde los gobiernos han buscado y logrado cierto poder sobre las decisiones y acciones de las administraciones universitarias (se podría también analizar el control ejercido desde los programas especiales de apoyo con recursos etiquetados para acciones muy concretas, o desde la estandarización de criterios de ingreso y egreso de programas de pregrado y posgrado, mediante exámenes aplicados por una entidad externa); pero quizás sea el más claro para observar que la autonomía universitaria no es piedra inamovible sino letra viva, sujeta a modificaciones y adaptaciones de acuerdo a cada contexto histórico.
Este “estar viva” es algo de suyo positivo, porque nos permite a las IES públicas autónomas seguir reflexionando sobre nuestra esencia e identidad, así como sobre las responsabilidades que tenemos como generadoras de conocimiento y constructoras de sociedades pensantes, preparadas, críticas, plurales y humanistas. Por supuesto, lo que está vivo siempre se encuentra en un proceso de cambio, lo que frecuentemente lo expondrá a retos, problemas y necesidades distintas. Por ello, pensar en nuestra autonomía es una tarea permanente, como lo es defenderla, por ser una de las bases de las sociedades democráticas contemporáneas. En el marco del 80 aniversario de habernos convertido en una institución autónoma, honremos la identidad de nuestra casa de estudios, a través de la reflexión, la defensa y el respeto a este derecho constitucional y baluarte social. ¡Felicidades, Universidad Autónoma de Aguascalientes!