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PDF | 452 | Hace 1 año | 26 mayo, 2023
Dra. en Admón. Sandra Yesenia Pinzón Castro
El lunes de esta semana tuvimos en nuestra casa de estudios un acto cívico para rendir honores a la Bandera. Ahí, tuve oportunidad de dirigir un mensaje a la comunidad, en el cual reflexionamos sobre una efeméride importante en el acontecer de la vida nacional que, aunque sucedió hace más de cien años, nos sigue dando lecciones sobre ética y amor a la patria. Justamente por esto último -por las enseñanzas que aún podemos extraer de este suceso, rescato el grueso de lo dicho en el acto cívico y lo transcribo aquí para todos ustedes. Espero que les sea de interés y utilidad:
Un 21 de mayo pero de 1911, antes de que ocurriera esa guerra fratricida que conocemos como Revolución Mexicana, Porfirio Díaz y Francisco I. Madero se reunieron en Ciudad Juárez para firmar un acuerdo. Un pacto de paz en el que el General Díaz renunció a su cargo y expresó sus intenciones de salir lo más pronto posible del país, a fin de evitar cualquier revuelta armada. Por su carrera en la milicia, por las batallas en las que tuvo participación y por su costumbre -incluso como mandatario- de establecer el orden y el progreso a partir de la fuerza física, me parece que la firma de este acuerdo nos permite vislumbrar no a un dictador acobardado, sino a un hombre que -pese a todos sus errores- sentía un afecto real por su país y entendía el desastre que hubiese implicado involucrar a la población en un conflicto armado interior, de grandes dimensiones y devastadoras consecuencias.
Cuatro días después de la firma de este tratado, Porfirio Díaz tomó un barco con rumbo a Francia, donde residiría el resto de su vida. De nueva cuenta, su exilio fue un intento por calmar los ánimos de la población, que se encontraban ya sumamente encendidos. Desgraciadamente, ni la firma de este tratado de paz -que abría la puerta a la recuperación de la democracia- ni el destierro voluntario del ya expresidente lograron contener lo que vendría después: el golpe de estado de Victoriano Huerta, en un momento donde los ciudadanos solo necesitaban la más pequeña chispa para comenzar el incendio de la insurrección generalizada.
Quizás por costumbre y por el efecto de la elipsis desde la que solemos sintetizar en unos cuantos párrafos esta etapa en la vida del país, asociamos la devastadora y larga guerra civil de la Revolución al conflicto entre Díaz y Madero, colgando en el primero culpas y responsabilidades a destajo -sobrepuestas a las responsabilidades que sí tuvo como mandatario-, mientras pasamos por alto que el verdadero desastre armado que acabó por dejarnos hechos una ruina, ocurrió en un momento posterior, cuando, de hecho, la transición de un gobierno a otro -de Díaz a Madero- ya había logrado finiquitarse sin mayores sobresaltos, generando esperanzas de justicia y crecimiento en la nación…
No deja de ser interesante cómo la manera en que narramos los hechos puede llegar a tergiversar la interpretación de los mismos y cómo, al pasar de una boca a otra, de un texto a otro, muchas veces continúan modificándose las narraciones, generando historias paralelas -unas cercanas a la realidad; otras, por el contrario, cada vez más alejadas-. Muchas veces, esas tergiversaciones nos impiden tener un panorama claro de los hechos ocurridos y esta desinformación deriva usualmente tanto en el surgimiento de prejuicios e injustas predisposiciones contra determinadas personas, instituciones o sectores poblacionales enteros, como en la imposibilidad de contar con información útil para corregir cualquier problema en cuestión (en caso de que aún sea posible enmendarlo) o evitar que vuelva a suceder (si se trata de algo consumado).
Así como lo enseña el sistema de justicia y la investigación científica, hablar de un hecho o de un fenómeno debe de entrañar un compromiso de honestidad intelectual y el deber ético de separar los hechos, datos duros y pruebas, de las afirmaciones sin sustento o las anécdotas de las que no tenemos ninguna prueba ni constancia. Buscar la verdad es un asunto de justicia, de empatía y de verdadero humanismo; actuar desde la verdad es la única forma de generar cambios positivos en cualquier ámbito, incluyendo el de los derechos humanos y la democracia.
Recordar los Tratados de Ciudad Juárez desde este enfoque -me parece- puede ayudarnos a reflexionar que la empatía o el deseo del bien comunitario tiene sustancia y profundidad solo cuando se traduce a actos propositivos reales -aunque implique alguna renuncia o sacrificio personal-; también nos permite pensar en nuestra manera de contar la historia y, más aún, en la obligación moral que debemos tener todos al transmitir información, máxime en una época que, por su velocidad e impersonalidad informativa, se presta tanto al encumbramiento de las noticias falsas y a los perjurios. Honremos a nuestra patria cada día, no en el sueño de enormes heroísmos que tal vez no tengamos oportunidad de realizar, sino en cada una de nuestras acciones cotidianas, desde la ética, la verdadera empatía y el respeto a los demás. ¡Nos vemos en una próxima ocasión!