Francisco Javier Avelar González Escribió alguna vez Armando Tejada Gómez, un gran poeta argentino, que “uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas”; que al fin es eso la tristeza: “la muerte lenta de las simples cosas” (tiempo después el poema sería musicalizado e interpretado por cantantes de la talla de Mercedes Sosa, Concha Buika y Tania Libertad, entre otras). A juzgar por más de uno de sus textos, Jorge Luis Borges también puso atención en este tema, y podemos leer entre sus líneas una melancólica fascinación cuando se preguntaba por aquella puerta que habíamos cerrado, o aquella avenida que habíamos recorrido por última vez en nuestra vida, sin habernos dado cuenta de eso: de que sería la última vez. Hoy, en estos tiempos de vértigo y velocidad; en esta vorágine de la tecnología que se ha apropiado del término ‘memoria’, para transformarlo en una característica de dispositivos móviles y computadoras, nos viene haciendo falta un poco de lentitud, un poco de calma y tal vez de ese otro tipo de memoria emparentada a veces con el arrepentimiento, a veces con la nostalgia, para saber despedirnos de las simples cosas que por años fueron parte cotidiana de nuestras vidas. “Todo marcha y todo queda” -decía Antonio Machado- “pero lo nuestro es pasar”, y como nosotros, algunas de las ideas y oficios comunes de la época de nuestros padres y de nuestros abuelos deben morir para dar paso a oficios nuevos; a otras maneras de entender e interactuar con el entorno. Y aunque esto es natural, no deja uno de sentir una suerte de desasosiego (tal vez algo parecido a la ‘saudade’ portuguesa), porque la muerte de un oficio, una lengua o una cultura, es también la pérdida de una manera de cifrar y descifrar el mundo. Por supuesto, algunas maneras de entender quiénes somos y qué papel cumplimos son terribles, y en algunos casos uno más bien siente alivio de que no existan más esas formas de pensar, o se encuentren disminuidas. Por lo pronto, hoy sólo deseo señalar lo que algunos poetas nos han dejado ver con esa claridad tan propia de ellos: todo el tiempo, poco a poco y sin darnos cuenta, nos vamos despidiendo de aquellos seres, libros, hechos y detalles que, para bien o para mal, nos dieron forma. Las dinámicas productivas, económicas y sociales de nuestra época dificultan el ejercicio de atender a estos cambios y de recordar quiénes somos, a partir de esa revisión atenta de nuestro pasado y de su contraste con el presente. Lo mismo se puede decir a gran escala, pensando en nuestras sociedades como si fueran personas. Lo mencioné en este espacio hace algunos meses: la importancia de recordar, de fortalecer la memoria colectiva, es que nuestra identidad tiene sus cimientos en el pasado. De ahí la necesidad de contar con gente e instituciones dedicadas a salvaguardar nuestra memoria; a no permitirnos que el olvido borre nuestra identidad (aquello que nos caracteriza con respecto a otros pueblos) o nos haga caer en errores catastróficos, que ya cometieron alguna vez nuestros antepasados. El día de ayer, en la Bóveda Jesús F. Contreras de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, inauguramos una exposición sonora intitulada: “Los oficios del ayer: un viaje a través de los sonidos”. En ella, sus curadoras nos proponen recordar ciertos oficios extintos o en vías de extinción, como los del globero, el merenguero, el proyeccionista de filmes, el zapatero, la taquimecanógrafa o el pajarero… a partir de escuchar los sonidos característicos de cada una de estas profesiones. Creo que, como un ejercicio de memoria y reflexión sobre nuestras tradiciones y la identidad tan propia de nuestro país, vale la pena visitar esta pequeña exposición. Ya que el tema lo permite, quisiera invitarlos también a que visiten otras dos propuestas de rescate y conservación de la memoria: una de ellas es, en su conjunto, el Museo Nacional de la Muerte, que cuenta con 10 espacios en los que se exponen permanentemente las representaciones iconográficas tan particulares, mágicas y festivas (desde la época precolombina hasta nuestros días) que nuestra nación tiene, justamente, de la muerte. Cabe destacar que la colección de este museo -quizás la más grande del mundo en su género- se encuentra bajo el resguardo de la UAA. La otra propuesta que me parece interesante y muy pertinente, dados los lamentables acontecimientos que ocurrieron en el estado de Virginia, E.U.A. el sábado pasado, es la exposición intitulada “Azul de Prusia”, que permanecerá en el Museo Espacio hasta principios de noviembre. La serie de cuadros y fotografías que nos muestra Yishai Jusidman nos recuerda el dolor y el terror que puede desatar una ideología intolerante, que proclama la supremacía de una raza. Quedan así cubiertas, en tres visiones artísticas y de rescate histórico, diversas posibilidades de recuperar el pasado. Se trata también de tres maneras de decirnos que, a pesar de la dispersión de nuestra época, o precisamente debido a ella, debemos hacer un mayor esfuerzo por mirar lo que vamos dejando atrás, ya sea para decirle adiós con propiedad y darle un sitio especial en nuestra memoria; ya para tenerlo siempre a mano, como un recordatorio de las ideas y las acciones que bajo ninguna circunstancia debemos permitir que se repitan.
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