Francisco Javier Avelar González “y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.” Por más que hago memoria, no recuerdo una sola dictadura o forma de gobierno impositiva que no haya temido a los libros y que, simultáneamente, no los haya utilizado como un arma para difundir su propia ideología. Las diversas formas de censura -las listas de volúmenes prohibidos y la quema pública de cualquier cantidad de obras escritas, entre ellas- están más cerca de ser una constante, que un grupo de anécdotas excepcionales en la historia de la humanidad. En México, encontramos ejemplos muy antiguos, pero también otros relativamente recientes. Para el primer caso, podemos pensar en la quema de códices y libros de diversas culturas precolombinas -como la Maya- orquestadas por frailes y conquistadores españoles. Cuenta de ello nos dan documentos como el Manuscrito de Relación de las cosas de Yucatán, del franciscano Diego Landa y las muy posteriores representaciones pictóricas al respecto, realizadas en el periodo del Muralismo mexicano (viene a mi mente un mural de Diego Rivera que está en el Palacio Nacional). Para el segundo caso, podemos recordar el linchamiento verbal (oral y escrito) que sufrió José Revueltas por parte de sus propios compañeros (o excompañeros) del Partido Comunista Mexicano, a raíz de la publicación de su novela Los días terrenales (la cual no dejaba muy bien parada a esta organización política). La presión fue tal, que el duranguense terminó por retirar de circulación dicha novela y guardar absoluto silencio como escritor durante varios años. De regreso al plano internacional, el reconocimiento al poder de los libros, traducido en un terror asombroso y -literalmente- incendiario, se ha concretado en casos de verdadera ignominia, como las quemas de libros realizadas por la Inquisición y por diversos regímenes (el Nacional Socialismo, diversas dictaduras y el Estado Islámico, entre ellos), o las listas de libros y autores prohibidos, como la famosa Index Librorum Prohibitorum, cuya primera edición data de 1559 y la última se publicó hace apenas 52 años. Por cierto, en algunas ediciones de este índice es posible encontrar el nombre de autores importantísimos en la historia del pensamiento, como René Descartes, David Hume, Blaise Pascal, Juan Jacobo Rousseau, Immanuel Kant y Baruch Spinoza, por mencionar algunos. Todos los intentos de censura que he mencionado se basan en una idea de fondo certera: para bien o para mal, los libros son capaces de transformar a las personas, y el cambio en el pensamiento de grandes grupos genera, necesariamente, un cambio en sus relaciones o en sus maneras de ver e interpretar su entorno. Esto -ya se ha visto muchas veces en la historia- termina derribando dogmas y paradigmas cuya fuerza y asentamiento parecían indestructibles (de ahí el temor que sienten los impulsores de doctrinas e ideologías impositivas). Así, la anécdota de fondo que sostiene a El Quijote (un hombre trastornado en su manera de pensar y concebir el mundo, debido a sus obsesivas lecturas) no es, en absoluto, materia de ficción: los libros han transformado a las ciencias, a la filosofía y a las artes. Me atrevo a afirmar que, por eso mismo, los libros (o el concepto que encierran: la impresión de grafías que codifican y conservan nuestro pensamiento en una superficie perdurable) son el invento más grande creado por los seres humanos, pues a él le debemos, directa o indirectamente, la configuración del mundo tal cual lo conocemos. Quiero cerrar esta columna haciendo un par de invitaciones. La primera es a que asistan a nuestra Feria del Libro, que se llevará a cabo del seis al diez de septiembre en el campus central de la Universidad Autónoma de Aguascalientes: además de la venta de libros a buen precio, tendremos una serie de actividades académicas y culturales abiertas a todo público (pueden visitar nuestra página de internet para consultar el programa). La segunda invitación es a que no cedan ante la tentación de la intolerancia y la censura (posible ahora a través de los linchamientos en redes sociales, por ejemplo). Si en temas científicos cualquier aseveración puede y debe someterse a comprobaciones y refutaciones, con mayor razón tiene que pasar lo propio en el campo de las ciencias sociales. Pensar que mi ideología es dueña absoluta de la verdad equivale a generar un dogma. Frente al dogma no hay posibilidad de apertura, diálogo, pluralidad, tolerancia, equidad o respeto, incluso aunque nuestra intención sea defender precisamente esos valores. Permitámonos dialogar y discutir cada una de nuestras ideas, y que sea la luz de la razón la que nos guíe en el camino hacia nuestro crecimiento como sociedad. |
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