Francisco Javier Avelar González El 19 de septiembre de 1985 la Ciudad de México vivió uno de los momentos más aterradores de su historia como metrópoli: poco después de las siete de la mañana, un sismo de 8.1 grados sacudió a la capital del país, haciendo colapsar aproximadamente a 400 edificios y dejando a miles de fincas irremediablemente dañadas. Según datos oficiales, para el cinco de noviembre ya se habían expedido más de diez mil actas de defunción, relacionadas con el terremoto. El martes pasado, exactamente 32 años después, la Ciudad de México volvió a ser víctima de un sismo de dimensiones considerables que, aunque por fortuna no cobró el número de vidas ni de edificios de aquella otra ocasión, tuvo la fuerza suficiente como para hacer colapsar medio centenar de edificios y dañar con severidad las estructuras de muchísimos más. Las personas que perdieron la vida en las horas o días posteriores a esta catástrofe se cuentan por cientos; mucha gente además resultó herida y muchos también perdieron la totalidad de su patrimonio o parte de éste. Cabe señalar que este lamentable suceso tuvo repercusiones de magnitud semejante en el estado de Morelos y en Puebla. Hace algunos días, además, diversas zonas de Tabasco, Chiapas y Oaxaca sufrieron un sismo de 8.2 grados que devastó diversas comunidades, como la juchiteca. Hoy, cuatro días después de la última tragedia, el sosiego y la resignación comienzan a llegar; también la distancia para observar y reconocer la capacidad de unión y reacción que suelen mostrar los mexicanos ante las grandes emergencias: en las ciudades afectadas la sociedad civil se organizó para poner manos a la obra y rescatar a las personas atrapadas o despejar calles para restablecer las vías de comunicación terrestre; en las redes sociales se dejaron de publicar bromas, banalidades y comentarios ofensivos, dogmáticos o intolerantes, para dar paso a la publicación de datos de gran utilidad, que permitieran a la gente saber cómo y dónde ayudar de la mejor forma posible; muchas personas ofrecieron hospedaje, servicios de aseo y alimentación a los damnificados; las compañías telefónicas y muchos hospitales permitieron el acceso gratuito a sus servicios en las zonas afectadas; diversos bancos y empresas propusieron esquemas de donación a gran escala, y en los demás estados de la república organizamos centros de acopio de víveres y caravanas para llevar la ayuda recolectada a las ciudades en estado de emergencia. Y aunque el gobierno ahora tuvo una mejor reacción que la documentada en 1985, lo cierto es que una vez más fue la sociedad civil quien tomó las riendas en esta situación, mostrando -además de liderazgo y activismo propositivo- que debajo de las diferencias ideológicas, religiosas y políticas existe un sentido de humanismo y empatía común muy fuerte, en el que tal vez se encuentre -aunque cifrada aún o en germen- la solución a gran parte de nuestros problemas sociales. Los diversos desastres naturales que han estado afectando a nuestra nación, así como la encomiable reacción de muchísimos mexicanos, tendrían que propiciar un cambio profundo en la actuación de agrupaciones políticas e ideológicas, a fin de que dejen de priorizar el sacar provecho personal y llevar agua al molino de sus propias agendas. Es preciso entender que, cuando se trata del país, deben hacer a un lado sus intereses particulares y buscar que los capitales monetarios, culturales y humanos confluyan en la consecución del bien común: una sociedad sin corrupción, sin impunidad, sin pobreza, sin desigualdad, sin violencia y sin ignorancia. Porque si bien el país ha demostrado ser estoico y resistente ante las tragedias, lo cierto es que no habrá comunidad que soporte los diversos embates derivados de fenómenos naturales, si a la par sigue siendo asediada por los constantes sismos y socavones económicos y sociales, originados por la violencia, la corrupción y la impunidad que vivimos todos los días. Deseo sinceramente que las familias afectadas por los terremotos de las últimas semanas encuentren resignación, paz y nuevas oportunidades para recuperarse; que la empatía y solidaridad mostrada por nuestra sociedad se haga manifiesta de manera cotidiana y no sólo ante tragedias nacionales, y que hagamos una profunda reflexión sobre nuestro actuar, para fortalecer aquello que estamos haciendo bien y corrijamos lo que estamos haciendo mal. Finalmente, quiero dar mi más sincero reconocimiento a toda la sociedad aguascalentense que ha tenido a bien hacer donaciones y ayudar en los centros de acopio establecidos en la ciudad. Agradezco especialmente a la comunidad universitaria, que se ha volcado en el apoyo total y desinteresado de los centros de acopio de la universidad: muchas gracias a todos los estudiantes, docentes y administrativos que nos han estado ayudando con la recepción, revisión, clasificación, etiquetado y empaquetamiento de los abundantes insumos recibidos hasta ahora. Dentro de los terribles momentos que ha estado viviendo el país, en verdad entusiasma y da esperanzas encontrar tanta solidaridad y tantas ganas de ayudar a quienes más lo necesitan. A los que aún no han podido brindar algo de ayuda, los invito a hacerlo: al menos en la universidad continuaremos recibiendo donaciones, en tanto nuestros hermanos de otros estados sigan necesitando de nuestro apoyo. |
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