Francisco Javier Avelar González

El 22 de noviembre de 1942, el Instituto de Ciencias y Tecnología cambió su constitución jurídica y se conformó, gracias a un decreto oficial, como una institución autónoma. Este hecho fue uno de los antecedentes más importantes en la historia de la región, pues permitió que años después dicho instituto se transformara en la Universidad Autónoma de Aguascalientes; es decir, en el proyecto educativo, científico y cultural de mayor alcance y envergadura en el estado. Así, aunque nuestra casa de estudios sólo tiene 44 años como universidad, este mes cumpliremos 75 como institución autónoma.

La carga histórica que implican tres cuartos de siglo nos hace sentir este aniversario especialmente simbólico e importante. Por dicha razón, en nuestra máxima casa de estudios hemos planeado llevar a cabo una serie de eventos conmemorativos -que incluyen desde spots e infografías en radio, televisión y redes sociales, hasta un encuentro académico con diversas conferencias y paneles de discusión- los cuales nos permitirán celebrar, pero también hacer una profunda reflexión sobre la importancia de la autonomía en las universidades públicas.

Desde este espacio particular también quisiera colaborar con algunos datos y consideraciones sobre el tema, de tal suerte que el diálogo no surja, se enriquezca y se agote al interior de los recintos universitarios, sino que además tenga repercusión en la sociedad aguascalentense. Por lo anterior, en cada una de mis participaciones de este mes trataré temas directa o indirectamente relacionados con la autonomía universitaria.

A lo largo de estas colaboraciones, recuperaré algunos datos recogidos en diversos textos de Armando Pavón Romero, Clara Inés Ramírez, Renate Marsike Schulte y Miguel León Portilla, entre otros, para perfilar un contexto general del concepto de autonomía en las instituciones de educación superior. Una vez dicho lo anterior, tal vez sea conveniente comenzar diciendo que este concepto no surgió como parte de una idea moderna o contemporánea de la universidad, sino que se perfiló como un valor intrínseco de las instituciones de educación pública superior, tan pronto éstas comenzaron a esbozarse como tales en las organizaciones de juristas, filósofos y científicos que compartían sus conocimientos con diversos grupos de jóvenes estudiantes.

Cabe recordar que los primeros antecedentes de la autonomía universitaria datan de la Edad Media, según lo apuntan Pavón y Ramírez: aproximadamente en 1050, diversos grupos de jóvenes se mudaron a Bolonia para recibir clases de grandes juristas que residían en dicho lugar. Esto generó un problema de desigualdad social, pues por ser extranjeros tenían que pagar rentas más altas, recibían malos tratos de los boloñeses y no había ningún marco jurídico que los protegiera. Los jóvenes intentaron llevarse a los maestros fuera de Bolonia, pero para entonces el gobierno ya había entendido la gran derrama económica que implicaba este sistema educativo y había propuesto a los profesores darles un salario fijo, con la condición de que no se mudaran de la ciudad.

Ante esta situación, la única alternativa que les quedó a los estudiantes fue buscar la protección del emperador, quien, al escuchar sus quejas, les garantizó que mientras su situación fuera la de estudiantes estarían protegidos de posibles maltratos del gobierno o de la comunidad boloñesa. Así comenzaron a gozar de lo que hoy podemos considerar como autonomía y protección, para recibir libremente su educación sin que el Estado interviniera en contra de ellos o de sus catedráticos. En cuanto a estos últimos, recordemos que ya era el Estado quien pagaba sus salarios, debido a las grandes ventajas económicas y sociales que representaba contar con un espacio especializado, dedicado a la enseñanza de grandes grupos de jóvenes.

Otro antecedente cercano al anterior se encuentra en París, más o menos en los mismos años; aunque en este caso fueron los catedráticos parisinos quienes se trasladaron a Roma para quejarse ante el Papa (recordemos que la Iglesia tenía un control político y educativo muy importante en aquellos años), arguyendo que el encargado local de otorgar las licencias para impartir clases hacía un uso deshonesto y prepotente de esta prerrogativa. El resultado del encuentro fue que el Papa amonestó al personaje acusado, y permitió a los catedráticos asociarse y tener cierta autonomía en la decisión de los contenidos por impartir y sus metodologías de enseñanza-aprendizaje.

Bolonia y París lograron de esta manera asentar las bases de aquello que a la postre serían dos valores imprescindibles para las universidades públicas modernas (al menos en Occidente): libertad de cátedra y libertad de asociación: estudiantes y catedráticos quedaban protegidos para poder dedicarse libremente al estudio de la ciencias, la filosofía y las artes. Pero no sería sino hasta el siglo XIX -como bien apuntan de nueva cuenta Pavón y Ramírez- cuando se concreta un concepto de autonomía universitaria muy cercano al que gozamos actualmente diversas universidades públicas, a lo largo y ancho del mundo. El responsable de esto fue Wilhem von Humboldt, erudito estadista prusiano, hermano mayor de Alexander, el famoso explorador, naturalista, geógrafo, astrónomo y humanista.

La idea de Wilhem fue probablemente resultado, entre otras cosas, del proceso de consolidación y el prestigio que ganó la ciencia y sus métodos los siglos previos, así como del empuje positivista, que precisamente proponía a la ciencia como la generadora de conocimientos auténticos. Con estas bases, que permitían entender al conocimiento como algo no definitivo, sino siempre sujeto a rigurosos procesos de comprobación-refutación y crecimiento, se hizo necesario buscar la forma de que los investigadores-catedráticos y sus pupilos pudieran dedicarse con exclusividad al estudio y al trabajo colaborativo. Esto no sólo implicaba asegurar la libertad de cátedra y de pensamiento (es decir, la autonomía académica), sino también conseguir instalaciones de investigación y educación adecuadas, así como garantizar la certidumbre económica de los universitarios (es decir, se volvía imprescindible el apoyo económico del Estado; pero sin que esto pusiera en riesgo la autonomía académica y la autogestión universitaria). La universidad creada por Wilhem von Humboldt tenía sus soportes ideológicos en lo que ahora he mencionado y por eso se considera que es en Berlín y gracias a este notable personaje donde nace el concepto integral de autonomía universitaria.

En los antecedentes y los orígenes históricos de este concepto hemos podido dilucidar su esencia, y algunas razones por las que es importante y necesario que las universidades públicas sean autónomas. En la siguiente entrega seguiremos hablando de ello. Hasta entonces.