Francisco Javier Avelar González
Ayer, un periódico nacional retomó un informe de la aseguradora alemana Munich-Re. En dicho texto se daba a conocer que las catástrofes naturales ocurridas durante el recién concluido año causaron pérdidas materiales por 330 mil millones de dólares (después de 2011, es el año que más pérdidas por esta causa ha registrado a lo largo de la historia). Además, los registros contaron un total de 710 cambios climáticos o geológicos extremos. Estas son cifras alarmantes, si las consideramos desde el enfoque de nuestra historia contemporánea; también lo son si entendemos que el crecimiento en el número de catástrofes naturales (sobre todo las causadas por los cambios climáticos), en gran parte ha sido provocado o acelerado por nuestra manera de vivir y el uso abusivo de los recursos naturales, renovables y no renovables.
A pesar de que, desde hace algunos años diversos dirigentes del mundo han comenzado a mostrar una preocupación real por este tema -baste mencionar los compromisos hechos mediante el Protocolo de Kioto (que entró en vigor en febrero de 2005) y el Acuerdo de París (firmado en 2016)-, lo cierto es que, mayoritariamente por intereses económicos, se ha seguido impulsando una cultura consumista, renuente al uso de energías limpias, al reciclaje y a la moderación en el uso del agua, el petróleo, el carbón y los recursos forestales. Y en esta contradicción (nos preocupamos, pero no cambiamos nuestros usos y costumbres) participamos todos: preguntémonos, si no, cuántos “nuevos” modelos de teléfonos celulares aparecen en el mercado cada año y cuántos celulares hemos tenido durante la última década; preguntémonos, también, cuántos popotes utilizamos el último año para consumir refrescos de lata o vasos con alguna bebida; preguntémonos cuánta basura generamos solamente en cajas, plásticos protectores y envolturas de regalo.
Es necesario aclarar, además, que algunos de los países que más gases contaminantes producen se han presentado también como los más renuentes a adoptar medidas ecológicas. Por ejemplo Estados Unidos -que junto con China es el mayor productor en el mundo de los gases que ocasionan el efecto invernadero- se distingue por haberse negado a sumarse a los esfuerzos acordados en el Protocolo de Kioto y a, recientemente, abandonar los compromisos hechos en el Acuerdo de París. Su postura retrógrada refleja una problemática económica y social global: la explotación de los recursos naturales está enfocada, en su mayoría, a satisfacer lujos o necesidades superfluas, aunque esto represente causar un daño a la población y a los ecosistemas.
Justo por lo anterior, Estados Unidos, con apenas el 4% de la población mundial, es uno de los dos países que más contaminan y que más energía fósil consumen en el mundo. Su administración actual, a través de un discurso errático, ha desestimado los estudios que prueban los efectos adversos que nuestra forma de vivir tiene sobre nuestra propia salud y la salud del planeta. En esta generación irreflexiva de contaminantes participan además las naciones que se han dedicado a hacer pruebas con armas nucleares, afectando mares y ecosistemas diversos; pero también -aunque parezca algo inofensivo- las sociedades que consumen mucha más carne de la que realmente necesitan para vivir (está probado que la ganadería intensiva es un productor importante de dióxido de carbono y gas metano). Así, en esta paradoja del progreso -que lo mismo nos encamina a vivir con mayores comodidades que a acelerar la destrucción del lugar donde vivimos- estamos participando todos: administraciones gubernamentales, empresas e individuos consumidores. La responsabilidad, entonces, es de todos y no, como suele expresarse para evadirnos, sólo de “los de arriba”.
Hemos comenzado ya un nuevo año, y podemos aprovecharlo para comprometernos a hacer aunque sea una acción concreta a lo largo de las 52 semanas que comprende el 2018. Hay acciones que en verdad no requieren mucho esfuerzo, como por ejemplo no usar popotes, ni vasos o platos de unicel a lo largo de todo el año, no cambiar el teléfono celular si no tenemos una necesidad real de hacerlo, o no consumir más carne de la necesaria (es decir, hacernos más conscientes de nuestros hábitos alimenticios y de sus consecuencias, tanto para nuestro cuerpo como para el entorno).
En lo que a las instituciones de educación respecta, podemos hacer lo propio invitando a las concesionarias de alimentos que dan servicio al estudiantado, para que adopten medidas comprometidas con la ecología y la no contaminación. Podemos también impulsar campañas de concientización en nuestras comunidades (por ejemplo, en noviembre del año pasado, la Federación de Estudiantes de la UAA lanzó una campaña llamada “Despopotízate”, a la que creo le podemos dar más impulso, para que tenga efectos reales en nuestra sociedad). Pero fundamentalmente podemos reestructurar la manera de pensar de nuestra sociedad, a través de la educación: informar y educar a los niños y jóvenes, con una perspectiva ecológica, es uno de los caminos más seguros para revertir, en el mediano y largo plazo, las costumbres que difícilmente podremos erradicar en las generaciones de adultos que hoy día representan al sector productivo del mundo.
En nuestra máxima casa de estudios hemos hecho un compromiso sincero para ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, a frenar un poco la dinámica de desperdicio de recursos tan arraigada en nuestra sociedad. Más allá de las campañas permanentes sobre el uso responsable de la energía eléctrica y del agua, en la actual administración nos hemos propuesto como objetivo lograr que en todos los planes de estudio se integre, de manera transversal, una educación con perspectiva ecológica; además, ya comenzamos a trabajar en mejoras específicas a nuestra infraestructura, que nos permitirán hacer enormes ahorros en el gasto del líquido vital. Me explico: durante el año recién concluido, ampliamos la capacidad de retención de aguas pluviales y tratadas de uno de nuestros gaviones. Antes, éste podía almacenar 3 080 metros cúbicos de agua; hoy es capaz de captar 5 373. Esto representa un aumento en su capacidad del 74%. El mismo año, empezamos un trabajo análogo con otro gavión que este año terminaremos. Con estos cambios, aseguramos que el sistema de riego de las áreas verdes de la universidad aproveche de mejor manera agua que, de otra forma, podría haberse desperdiciado.
Tal vez estas sean acciones minúsculas, si consideramos todo lo que hace falta realizar para revertir la tendencia mundial y disminuir los índices del calentamiento global; pero es precisamente la suma de pequeñas acciones lo que puede, a la postre, lograr un cambio de grandes dimensiones.
Esperemos que este año no aumente el número de catástrofes naturales y que, en cambio, sean cada vez más las personas que se sumen a una cultura del ahorro de recursos, de la no contaminación y de la responsabilidad ecológica.