Francisco Javier Avelar González
Sobre el hecho que celebraremos el lunes próximo se ha hablado mucho en libros, en programas televisivos y radiofónicos o en espacios periódicos como éste. Sé, entonces, que al escoger como tema la conmemoración de los 101 años de nuestra Carta Magna, me arriesgo a repetir lo que historiadores, sociólogos y abogados han dicho ya y seguramente con mayor profundidad y precisión de lo que yo podría hacer en estas líneas. A pesar de lo anterior, no quisiera dejar pasar la efeméride y, aunque en esta ocasión sea más bien breve, me gustaría destacar un par de detalles que considero importantísimos y ejemplares de nuestra Constitución.
El primero de ellos es que el documento original, discutido y redactado del uno de diciembre de 1916 al 31 de enero de 1917 (y promulgado el cinco de febrero de ese último año), no fue una imposición de Venustiano Carranza y sus seguidores, si bien fue el entonces mandatario del poder ejecutivo quien impulsó su escritura. Los artículos ahí contenidos no sólo rescataron las virtudes de las constituciones previas, así como el sentir de otros documentos clave en nuestra historia como república (imposible no pensar, por ejemplo, en los Sentimientos de la Nación, de José María Morelos, texto predecesor de la primera constitución mexicana y que, como su nombre bien expresa, recogía la pulsión política y social de gran parte del pueblo mexicano), sino también el pensar y las demandas de las distintas fracciones que, a partir del maderismo o incluso antes, levantaron la voz para exigir un cambio radical en el rumbo que estaba tomando el país, con respecto a la enorme brecha de desigualdad económica, educativa y social que existía entre los diversos estratos de la sociedad.
Recordemos que en 1906 los hermanos Flores Magón publicaron el Manifiesto del Partido Liberal; el mismo año, los mineros de Cananea, Sonora, se fueron a la huelga y entregaron un pliego petitorio en el que exigían un salario mínimo digno y una jornada laboral diaria de ocho horas; un año después fueron los obreros de Río Blanco, Veracruz, quienes se rebelaron contra las inhumanas condiciones de trabajo a las que estaban sometidos. Recordemos también que, a la caída de Victoriano Huerta en 1914, distintas facciones, además de la carrancista, luchaban por mejorar las condiciones de vida de los obreros y campesinos.
Más allá de que para su redacción y promulgación -con los cambios estructurales y sociales que esto implicó- hizo falta pasar por una guerra civil devastadora, la Constitución de 1917 es un ejemplo de diálogo, de sensibilidad humanista, de memoria histórica y de consenso; es un ejemplo de que los mexicanos tenemos la capacidad de generar acuerdos y de ver por el bien de nuestro país en general y no sólo por el de unos cuantos ciudadanos.
Además de lo anterior, tal vez la cuestión más celebrada de nuestra centenaria Carta Magna es su espíritu o carácter social; es decir, a partir del conjunto de voces que expresaron necesidades específicas con respecto a las dinámicas laborales y agrarias que existían en el país, en la Constitución se puso especial énfasis en el establecimiento de derechos sociales que impidieran la perpetuación de injusticias toleradas y extendidas durante el porfiriato o incluso desde épocas de la Colonia (el latifundismo de los años previos a la revolución es un excelente ejemplo del tipo de injusticias laborales que eran comunes en la nación). Pero la gran virtud de este documento histórico no fue tanto el reforzamiento de los derechos sociales, sino el haberlos elevado a garantías. Cabe destacar que, hasta donde tengo noticia, esta fue la primera Constitución Política de un país que dio semejante paso; luego muchas naciones siguieron nuestro ejemplo.
Los cambios propuestos en nuestro documento rector fueron fundamentales para reformar las estructuras agrarias y laborales del país, pero también las educativas, las de salud, las de vivienda y las de seguridad social. No podríamos entender el desarrollo de la nación y los enormes avances en estos rubros, sin la guerra de Revolución y, sobre todo, sin su fruto más preciado: la Constitución de 1917. Sólo para dar un ejemplo, recordemos que en 1910 el analfabetismo en el país era del 74%, para 1970 ya se había reducido al 25% y en 2015 ya sólo el 5.5% de la población no sabía leer o escribir; esto a pesar del enorme crecimiento demográfico de la nación (mientras en 1910 residían en nuestro territorio 15 millones de mexicanos, en 2015 la población estaba por alcanzar los 120 millones). Ejemplos similares pueden darse con respecto a la proliferación de industrias, vialidades, sistemas de drenaje, hospitales y organizaciones de trabajadores, como los sindicatos.
Con el paso de los años, las dinámicas económicas, laborales, educativas y sociales han ido cambiando. Esto ha provocado la modificación y adaptación de diversos artículos de nuestra Carta Magna, con la intención de que el país siga creciendo y mejorando de manera sostenida. Desgraciadamente, los movimientos económicos del mundo actual han ensanchado como nunca antes las brechas de desigualdad, no sólo en México, sino en todo el orbe, muy a pesar de los esfuerzos de gobiernos, ONG’s y la sociedad civil en general (los datos son contundentes: en septiembre de 2016, la organización Oxfam entregó un informe a la ONU en el que mostraba que el 1% más rico de la población mundial poseía más riqueza que el resto del planeta).
Lo anterior debe ser un llamado a la reflexión para todos nosotros. Por ello, me parece de suma importancia que, aprovechando la conmemoración de nuestra Carta Magna, recordemos sus virtudes y observemos que sí es posible mejorar sustancialmente el nivel de vida de millones de personas, mediante la voluntad, el diálogo, la generosidad y el consenso. Celebremos entonces nuestra Constitución, reflexionemos sobre los retos y problemáticas que enfrentan las sociedades contemporáneas, y trabajemos en aras de buscar un país más justo, pacífico, armónico y equitativo.