Francisco Javier Avelar González

Es curioso y podría parecer contradictorio, pero es una realidad comprobable que los extremismos ideológicos, aunque pudieran ser opuestos e irreconciliables entre sí, son, también, muy parecidos, si no en el fondo o los contenidos semánticos, sí en las formas o maneras de hacer las cosas. No importa el tema ni desde qué lugar se aborde: cuando un movimiento creado de buena fe y en aras de servir un fin noble se radicaliza, tiende a volverse maniqueo, y ver con sospecha y desprecio las visiones de mundo que no le sean afines. De ahí a la intolerancia y la censura no hay ni siquiera un paso. La racionalidad es abandonada para dar paso a fanatismos, que algunas lamentables ocasiones llegan a manifestarse con violencia.

Hace 20 años, la premio Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich recogió el testimonio de diversos testigos del desastre de Chernóbil. En su crónica, llama la atención que no pocos entrevistados afirmaron que, en un principio, no hicieron caso al peligro en que se encontraban porque creían que se trataba de propaganda anticomunista; es decir, las evidencias físicas de la catástrofe y las advertencias de especialistas eran rápidamente reinterpretadas como ataques ideológicos; quimeras inventadas por los detractores occidentales. Había, claro está, un grupo de personas de alto rango que, a sabiendas de la verdad, difundían esta información falsa, porque aceptar el problema –en plena guerra fría– hubiera cimbrado no sólo una forma de gobierno, sino una filosofía de vida. Son muchos, por cierto, los testimonios de gente que fue perseguida, encarcelada o ejecutada durante este periodo, por cuestionar los principios o las maneras del gobierno socialista.

Esta radicalización ideológica y esta persecución en contra de los detractores también se ha dado entre movimientos y gobiernos con ideas distintas (no quiero decir de izquierda o derecha porque no es el punto). La dictadura de Francisco Franco puede darnos un buen ejemplo; otro, la época terrible de la Santa Inquisición; otro, el Nacional Socialismo Alemán. Si escarbamos, al menos en los cuatro ejemplos que he dado, encontraremos que toda la desinformación, censura, intolerancia y violencia ejercida en nombre de sus respectivas ideologías, se justificaba con el argumento de “estar buscando un bien mayor”: ya fuera la erradicación de un mal metafísico en la Tierra, la unión de un país mediante un conjunto de valores, su fortalecimiento por sobre otras naciones, o ya la consecución de la justicia, la equidad y el bienestar social de todos los seres humanos.

Podemos suponer que quienes vivieron bajo estos esquemas políticos, religiosos o filosóficos, se adaptaron a ellos por miedo, por convicción (y/o ignorancia), por renuencia a aceptar fallas o equivocaciones en sus creencias, o por intereses personales (poder y recursos económicos, por ejemplo).Todos ellos motivos muy humanos. Sin importar la causa, lo cierto es que comunidades enteras se dejaron arrastrar por la perversión de ciertas ideas, de tal suerte que acabaron cometiendo diversas injusticias –algunas incluso aberrantes– en contra del conocimiento, las artes o la humanidad. Es muy probable que, en su momento, muchos integrantes de dichas comunidades no se dieran cuenta del error que cometían.

Aunque la historia nos ha dado suficientes lecciones con respecto a los peligros de perder la autocrítica y de casarnos con una idea social, política, filosófica o religiosa particular (al grado de volvernos más amigos de ésta que de la verdad), nuestra naturaleza sigue tendiendo hacia la credulidad, el prejuicio y, muchas veces, un maniqueísmo que es capaz de meter a todo el universo en sólo dos costales: los malos y los buenos; los de arriba y los de abajo; los victimarios y las víctimas; los acosadores y los acosados… No hay puntos medios ni circunstancias atenuantes; no hay contextos ni asegunes. Esta tendencia que compartimos los seres humanos permite y fomenta la radicalización de posturas, la búsqueda de los extremos y el trastrocamiento de los ideales originales que intentábamos seguir.

Hace un par de meses, una ciudadana norteamericana propuso en las redes sociales que retiraran del Museo Metropolitano de Nueva York una de las obras maestras de Balthus: “Teresa soñando”, firmada en 1938 por el artista de origen polaco-francés. Las razones para esta petición de censura versaban en torno a los efectos del arte en la vida y la reciente develación de abusos sexuales recogidos por el movimiento #MeToo. Esta incomprensión sobre el arte, su razón de ser y sus efectos en la sociedad, parte de una tergiversación de la realidad, digna de Procusto: el mundo debe amoldarse a mi manera de pensar, a mis ideas. Sin estar consciente de ello, la demandante y las nueve mil personas que firmaron su propuesta actuaron de la misma forma que quienes, hace siglos, cubrieron con hojas de parra las partes íntimas de figuras humanas en pinturas y esculturas; o que quienes, amparados en sus propias razones ideológicas, mandaron a la hoguera libros, hallazgos científicos e incluso personas.

¿La petición respaldaba, daba profundidad o mayor envergadura al movimiento #MeToo? En absoluto. Lejos de eso, lo distorsionaba. Sin embargo, mucha gente firmó de buena fe, pensando en que así actuaba en contra de la violencia sexual. Por fortuna, el MET de Nueva York no cedió ante la presión de las redes sociales. Tal vez el hecho hubiera pasado como un detalle fuera de lugar, si hace una semana la Galería de Arte de Manchester no hubiera retirado de exhibición el cuadro “Hylas y las ninfas”, firmado hace más de cien años por John William Waterhouse. Las razones, difíciles de entender si uno tiene frente a sí esta magnífica obra, arguyen a un cuestionamiento, totalmente fuera de lugar, relacionado con cuestiones de género.

Como en otras ocasiones, un movimiento político o ideológico de suyo positivo corre hoy el riesgo de ser distorsionado para convertirse en una dictadura de la lengua, las artes y el pensamiento en general. Y esto es preocupante. No habrá manera de construir una sociedad equitativa, justa y racional, si empezamos a confundir arte con pornografía y literatura con propaganda política; pero sobre todo, si abandonamos una actitud verdaderamente crítica, plural y juiciosa, a favor de manifestaciones que difunden la desinformación, una visión maniquea del mundo y el temor a ser juzgados por nuevos grupos de inquisidores, que ya no sólo moderan las dinámicas en las redes sociales, sino en los museos mismos.

Aunque el camino sea largo, y aunque no se pueda dar un golpe contundente con respecto a diversas prácticas que pueden estar privilegiando inequidades e injusticias, nuestro deber es proponer cambios culturales a partir de la educación, de la reflexión y el pensamiento crítico, y no a partir de la imposición u otras formas de violencia. Sólo una sociedad pensante y educada  podrá alcanzar la felicidad, el compañerismo y la equidad, ya entre géneros, ya entre clases sociales. Apostemos por la educación.