Francisco Javier Avelar González
La semana anterior hablamos sobre el ejercicio responsable de la democracia y la libertad, a través del uso ético de las redes sociales. De manera específica, nos centramos en el tema de la generación y difusión de noticias engañosas, y del pernicioso impacto social que provocan. Con respecto a esto último, es usual que, cuando hablamos de los daños provocados por la proliferación de contenidos difamatorios o de poca fiabilidad, se piense que los afectados sólo son las personas o instituciones directamente involucradas o mencionadas en las notas.
Quisiera partir de lo anterior para hacer dos señalamientos que me parecen importantes: primero, sea de forma directa o indirecta, con la proliferación de contenidos informativos erráticos o difamatorios todos salimos afectados; segundo, estos contenidos no necesariamente centran su atención en acusar a una persona o una institución: también puede tratarse de escritos para promover un producto, una forma de vida o una concepción del mundo, o simplemente para generar confusión con respecto a un tema determinado.
De entre todos los ejemplos existentes para sustentar estas afirmaciones, hay uno especialmente ilustrativo. Hace un año o poco más, me enteré de que en Italia había un movimiento que, entre sus ideas con respecto al tema de la salud, sostenía que las vacunas eran dañinas para la población y podían causar enfermedades de incluso la misma gravedad que aquellas que se intentaban combatir. Supe también que ideas semejantes se estaban difundiendo con relativa rapidez entre algunos sectores de la sociedad, no sólo en Italia, sino en otros puntos de Europa.
Años antes de que los movimientos “antivacunas” comenzaran a cobrar relevancia, las autoridades sanitarias iniciaron una cruzada en pro de la inmunización, para erradicar enfermedades altamente contagiosas y potencialmente mortales, como el sarampión. Aunque fue hasta 2012 que la Asamblea Mundial de la Salud suscribió el Plan de Acción Mundial sobre Vacunas –en el cual se establecía como una de sus metas para 2015 eliminar los casos de sarampión– los esfuerzos para detener los contagios de ésta y otras enfermedades similares se habían estado reforzando desde principios de la década pasada.
La importancia de esta vacuna y del trabajo conjunto entre la OMS y los gobiernos se hizo patente en 2016 cuando, por primera vez en la historia moderna, el número anual de muertes causadas por sarampión, en todo el mundo, fue de menos de 100 mil (en el año 2000, por ejemplo, la cifra ascendió a los 550 mil fallecimientos por esta causa y se tiene registro de que, antes de la introducción de esta vacuna a mediados del siglo pasado, el sarampión mataba a un promedio anual de 2 millones y medio de personas).
Hace unos días me encontré con una nota sorprendente con respecto a este tema: según el comunicado más reciente de la OMS, en 2017 los casos de sarampión en Europa aumentaron un 400%, con respecto a 2016. El mismo año hubo una reducción considerable en el porcentaje de personas que fueron vacunadas contra dicha enfermedad. Es claro que hay una relación directa entre la disminución de personas vacunadas y la propagación de este virus. A juzgar por las autoridades de países como Italia, que están legislando para hacer de la vacunación un proceso de carácter obligatorio (cuando anteriormente sólo era un derecho), también hay una relación directa entre la difusión de las ideas “antivacunistas”, la novedosa renuencia de la población a vacunarse y el aumento extraordinario de casos de infección, por enfermedades para las que sí existe vacuna (como el caso del sarampión).
No negamos que las vacunas puedan provocar en algunos casos reacciones secundarias, que deben ser atendidas y corregidas por los especialistas en el tema. Pero es dañino y peligroso para toda la sociedad tomar lo anterior como punto de partida para satanizar las campañas de inmunización y, mediante la difusión de notas falsas, de dudosa fiabilidad científica o con una visión muy estrecha de la realidad, persuadir a las personas para que no se vacunen ni vacunen a sus hijos.
Como expresé líneas arriba, el ejemplo me pareció ilustrativo porque en este caso la desinformación propagada a través de diversos medios, más allá de afectar a un partido político, un sistema de gobierno, una figura pública o una industria, minó y puso en riesgo la salud de grandes grupos de personas e incluso provocó algunas muertes. Hay muchos casos similares al anterior, aunque de gravedad y temática diversa: desde la promoción de productos milagrosos hasta la manipulación de movimientos ideológicos, para convertirlos en inquisiciones contemporáneas, soportes para linchamientos mediáticos y atentados contra derechos fundamentales de las personas (como la presunción de inocencia).
Paradójicamente, la sociedad del conocimiento es también la sociedad de la saturación informativa, la proliferación de contenidos que malinforman o desinforman, la distorsión e imposición de ideologías y la credulidad. No puedo menos que insistir, en este punto, sobre la responsabilidad que tenemos los institutos educativos ante esta situación. Es entendible que el enorme y velocísimo desarrollo de las tecnologías comunicativas nos haya tomado por sorpresa; pero eso no nos exime de buscar que nuestros programas de formación de niños, jóvenes y adultos se vinculen con las problemáticas del entorno e intenten darles solución. Las escuelas no pueden ser burbujas ni meros repositorios de abstracciones, sino centros de preparación para la vida. En el caso particular del tema que hoy hemos tratado, si no enseñamos a los estudiantes a saber discriminar y discernir la enorme cantidad de información que reciben todos los días (sobre todo a través de las redes sociales, el Internet y los medios masivos), a interactuar con ella y a aprovecharla de manera responsable y ética, carecerán de herramientas indispensables para poder construir mejores sociedades. Como se ha visto, en el peor de los casos esto puede costar vidas.