Francisco Javier Avelar González
El miércoles, un par de horas antes de la inauguración del XII Congreso de Ciencias Exactas organizado por nuestra casa de estudios, los medios anunciaron la muerte de Stephen Hawking, uno de los científicos más emblemáticos de nuestro tiempo. Contrastar las noticias que se han publicado con respecto a diversas declaraciones de Donald Trump a lo largo de su mandato (por ejemplo, que el calentamiento global es una mentira), con el cúmulo de notas que han proliferado a raíz de la muerte de Hawking, en las que se rescatan los aportes que hizo a nuestra comprensión del universo, hace pensar en la gran dificultad que tendrán las siguientes generaciones para darle un nombre a nuestra época.
No sin cierta candidez y autocomplacencia, hemos tenido a bien nombrarnos la “sociedad del conocimiento” (que en alguna medida sí lo somos) y a nuestro tiempo le hemos dado el lustroso y llamativo mote de la “era posmoderna”; etiqueta aglutinante que nos ha permitido prefijar casi cada término con el morfema “post” (cuyo significado es: “después de”). Así, por ejemplo, no sólo es posible que escuchemos hablar de la post-literatura como una revolución del quehacer artístico, sino incluso de la post-verdad como una liberación de las cadenas del discurso científico. Me interesa rescatar este último término, “posverdad”, resultado de nuestra concepción como seres posmodernos, porque su definición choca frontalmente con la otra concepción que tenemos de nosotros mismos, de pertenecer a la sociedad con más información y conocimientos en la historia.
Según la Academia Española de la Lengua, la posverdad es una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Me parece aún más reveladora la definición del diccionario de Oxford, que en 2016 nombró a ésta “la palabra del año”; para el diccionario anglosajón, la posverdad es lo “relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.
A juzgar por estas definiciones, en sentido estricto la posverdad lleva siglos instalada entre los seres humanos, que hemos sido capaces hasta de eliminar documentos y personas, antes que aceptar algunas verdades incómodas. Si es en nuestra época cuando este concepto ha cobrado mayor importancia, al grado de manifestarse como un neologismo en diversas lenguas, es porque nunca como hoy la humanidad había generado tantos conocimientos científicos ni había desarrollado tanto sus mecanismos de difusión y divulgación masiva de los mismos, y, a pesar de ello, nunca como hoy habían proliferado entre líderes políticos y masas de personas alfabetizadas ideas que caen en el absurdo.
Aquí algunos ejemplos sobresalientes: en el país más influyente del mundo, hay muchas personas que siguen sosteniendo la teoría del creacionismo y que la Tierra no tiene más de diez mil años de haberse formado; otros afirman que nuestro planeta no es redondo, sino plano; algunos más -entre ellos, su presidente- niegan el calentamiento global y sus efectos. Mientras tanto, en diversos países de Europa, una amplia campaña antivacunas provocó el resurgimiento de enfermedades como el Sarampión, afectando con ello la salud de miles de personas tanto en el Viejo Continente como en el resto del orbe (horas antes de escribir esta columna, la Secretaría de Salud confirmó tres nuevos casos de Sarampión en México, cuya procedencia es extranjera. Cabe destacar que nuestro país no tiene registros autóctonos de esta enfermedad desde 1996). Finalmente, a lo largo y ancho del mundo se ha puesto de moda -impulsada por ciertas distorsiones ideológicas- afirmar que las personas nacemos como “tábulas rasas” y que todo, incluso el conocimiento físico y biológico, es una construcción social, con el mismo porcentaje de realidad que podría tener una obra literaria.
Así, tenemos conviviendo en la misma época las más avanzadas y revolucionarias teorías cosmológicas y de física cuántica, con ideas que debieron haber sido superadas hace muchos siglos. Tenemos a científicos de la talla de Hawking y mandatarios de la talla de Trump. Tenemos en la Internet una herramienta impresionante para subir o recabar cualquier tipo de información que necesitemos y, de forma paradójica, la estamos llenando de teorías erráticas y noticias falsas, las cuales consumimos con avidez. Tenemos, a fin de cuentas, una generación en la que lo mismo tienen peso decisivo y voz influyente las opiniones de las mentes más críticas, rigurosas y creativas, y las opiniones de crédulos, demagogos y charlatanes. Más aún: en cada uno de nosotros puede manifestarse, dependiendo del tema, un polo crédulo y tendiente a la posverdad y un polo crítico, exigente y riguroso de saber la verdad. ¿Cómo habrán de definirnos las siguientes generaciones?
Más allá de que nuestra naturaleza como seres humanos tiende a la contradicción, la incongruencia o la paradoja, me parece que hay sensibles fallas en todo sistema educativo que no sea capaz de generar bachilleres, técnicos, licenciados, ingenieros, médicos y posgraduados críticos, que reconozcan y desechen falacias como las mencionadas en los ejemplos anteriores. Es necesario entender que, independientemente de la carrera o el grado que estudien nuestros jóvenes, deben egresar como gente capaz de leer y pensar de manera crítica. El pensamiento crítico -y ético- debe ser una tarea que atraviese todos los semestres de toda carrera académica, desde la preprimaria hasta el posgrado. Me parece que muchos problemas ambientales, económicos, culturales, sociales y políticos podrían ser solucionados si afinamos nuestros mecanismos educativos, en el sentido aquí planteado.