Francisco Javier Avelar González
Por diversas circunstancias, el 21 de marzo se ha convertido en un día simbólico no sólo para los mexicanos, sino para la humanidad: además de que es el Día Mundial de la Poesía y de que todo el hemisferio norte celebra el cambio estacional, marcado por el equinoccio de primavera, en nuestro país conmemoramos que en esta fecha nació don Benito Juárez, uno de los presidentes más emblemáticos de la nación. Más allá de su gestión como mandatario (en la que se han cifrado ciertas polémicas y controversias), su biografía representa un ejemplo de superación personal, pues nació y creció en circunstancias precarias, en las que su origen humilde y su ascendencia indígena ciertamente le fueron factores adversos.
La discriminación racial que se vivía en México -y que seguimos padeciendo-, heredada de la Conquista y la Colonia, hacía casi imposible que los indígenas tuvieran educación académica y que pudieran competir y destacarse en el mundo jurídico y político. Contra todo pronóstico, Benito Juárez –de origen Zapoteco, huérfano desde los tres años y pastor sin acceso a la educación durante toda su niñez– logró convertirse en un gran abogado, un político destacado y, finalmente, en presidente de la República.
Más que hacer una apología de este gran personaje histórico, a raíz de la conmemoración de su natalicio, quisiera hacer un apunte sobre el tema del racismo, porque justo el 21 de marzo también se celebra el Día Internacional contra la Discriminación Racial. La resolución de la ONU, con respecto a este día, no se inspiró en la figura de Benito Juárez y sus circunstancias de vida, sino en un lamentable hecho: como puede leerse en la página oficial de este organismo, el 21 de marzo de 1960 “la policía abrió fuego y mató a 69 personas en una manifestación pacífica contra las leyes de pases del apartheid que se realizaba en Sharpeville, Sudáfrica. Al proclamar el Día en 1966, la Asamblea General [de Naciones Unidas] instó a la comunidad internacional a redoblar sus esfuerzos para eliminar todas las formas de discriminación racial”.
Este llamado, hecho hace más de medio siglo, no ha perdido un ápice de vigencia: en la actualidad diversas ideologías y tendencias racistas están recuperando peligrosamente espacios en la opinión pública e incluso en altas esferas políticas. Esto es observable no sólo en algunas naciones de Oriente que están en conflicto por motivaciones raciales y religiosas (además de geográficas y económicas), o en las comunidades que rechazan el ingreso de refugiados de guerra o que someten a la esclavitud fáctica (legal o ilegal) a inmigrantes en situación de vulnerabilidad, sino incluso en los discursos del mandatario del país donde tiene su sede general la misma ONU. Con respecto al último ejemplo, es alarmante que el presidente de un país como Estados Unidos haga del racismo uno de sus estandartes, pero lo más preocupante reside en que detrás de este personaje hay millones de ciudadanos que lo apoyan y que lo pusieron en donde está.
En cuanto a México, vivimos dentro de una cultura de racismo hasta cierto punto peculiar: de “raza de bronce”, decía José Vasconcelos, somos un país cuyo color más típico de piel tiende a ser moreno; sin embargo, solemos discriminar a los que tienen este tono, o uno más oscuro que el propio. Nuestro racismo es peculiar justo por eso: mientras en otros países el rechazo es a quienes no representan lo inherente a sus genes y su cultura; en el nuestro la aversión es, hasta cierto punto, hacia nosotros mismos. Este desprecio parece exacerbarse en contra de los indígenas, quienes siguen teniendo menos oportunidades de crecimiento académico, profesional y artístico que el resto de la población.
Es triste comprobar que incluso entre bachilleres y universitarios -que en teoría deberíamos tener una formación sólida sobre el respeto y la dignificación de todos los seres humanos, independientemente de su color, credo y preferencias- solemos hacer comentarios o chistes que propagan ideas racistas. Doy un ejemplo de ello: hace unas semanas comenzó a circular en las redes sociales un conjunto de imágenes o “memes” en los que se muestra una gradación de tonos de piel, desde la más clara hasta la más oscura (pueden encontrarse muestras de estas imágenes en Google, si teclean “meme skinometter”). Arriba de la gradación viene escrito un encabezado que describe alguna situación cotidiana (por ejemplo, el encabezado podría decir: “¿Cómo se comportan las personas en el cine?”); luego, debajo de los colores o tonos se describe el supuesto comportamiento de las personas: mientras más blanca es la piel, el comportamiento descrito es más educado, culto y correcto; mientras más oscura es la piel, el comportamiento descrito es más torpe, grosero, inculto o incorrecto.
La difusión de estas imágenes y su uso con fines de diversión muestra la manera en que muchos usuarios de las redes -entre ellos bachilleres y universitarios- tienen integrada a su vida una concepción estereotípica de las personas, basada en ideas claramente racistas. Lo anterior indica que tal vez las instituciones educativas no hemos sabido ser enfáticas y efectivas al tratar este tema en los salones de clase o en las diversas cruzadas de concientización y educación social. Por ello, es conveniente que replanteemos nuestras estrategias al respecto e impulsemos medidas que hagan ver a las nuevas generaciones los terribles resultados que nos ha dejado la discriminación, no sólo en nuestro país, sino en el mundo.
Más allá de lo dañino que ha resultado para la historia de la humanidad proponer agendas públicas, programas educativos o movimientos bélicos basados en la supremacía o la inferioridad de una raza, es importante saber que, de acuerdo con los estudios más recientes del genoma, es imposible hablar de razas, dada la inmensa similitud genética de todos los seres humanos. Laboratorios especializados en el tema, como el Celera Genomics Corporation, sostienen que el concepto de raza (basado preponderantemente en una percepción del color) es de orden estrictamente social o cultural, porque no encuentra soporte o correlato alguno en el genoma humano.
Con independencia de los futuros resultados de las investigaciones genómicas en curso, debemos entender que todos somos integrantes de la misma especie y que ni el color de nuestra piel, ni el lugar donde nacimos, ni la historia de nuestros antepasados nos predetermina como personas de primera, segunda o tercera categoría. En este estricto sentido, todos somos iguales y todos merecemos ser tratados con respeto y dignidad.