Francisco Javier Avelar González

Hace poco tiempo llegó a México un bello largometraje inspirado en la vida y la obra de Vincent Van Gogh: “Loving Vincent”. La cinta narra la historia ficticia del hijo de un cartero a quien se le encarga la misión de hacer llegar a Theo Van Gogh una misiva escrita por el artista -su hermano- años antes de haberse suicidado. Al tratar de cumplir con el encargo de su padre, el hijo del cartero es informado de que Theo también ha muerto. En la búsqueda entonces de la viuda de este último, comienza una pesquisa que lo lleva a conocer la personalidad del genio, que murió solo, pobre e incomprendido. Al final de la película, nos enteramos del contenido de la carta, de la cual transcribo un fragmento: “… ver las estrellas siempre me hace soñar. ¿Por qué, me pregunto, los puntos de luz del firmamento son inaccesibles para nosotros? Tal vez podríamos llevar nuestra muerte a una estrella: morir en paz de viejo sería llegar a pie hasta allá …”

Ignoro si esa carta en particular existe o si, en su indudable sensibilidad, Van Gogh llegó a pensar, mientras contemplaba el firmamento y pintaba la noche estrellada, en la muerte como una integración al cosmos. Esto último no sería descabellado, sino más bien posible: por milenios, diversas culturas han construido sus mitologías, narraciones fundacionales y normativas a partir de la idea de que el universo guarda misterios metafísicos y que en el cielo habitan divinidades (o que son los astros mismos dioses). Sin entrar en discusiones teológicas, desde las ciencias podemos comprobar un hecho: los elementos químicos de los que estamos compuestos, así como la historia misma del universo indican que nuestro origen -en términos, digamos, orgánicos o materiales- se encuentra en el cosmos (de alguna forma, la intuición de los primeros seres humanos no era mala).

Pero originalmente no fueron las ciencias, sino las religiones y luego las artes las disciplinas que unieron origen y destino, nacimiento y muerte, a los millares de luces que podían contemplar noche tras noche, en lo más alto del cielo. Es probable que del sentimiento de pequeñez, de orfandad e incomprensión que se derivaba de mirar el vasto firmamento, los primeros seres humanos comenzaran a hacer preguntas sobre su propósito en la tierra y su relación con todo aquello que les rodeaba. La muerte -esa otra noche- debía ser un umbral relacionado con el cosmos y con la oscura, indescifrable lengua de los dioses, que hablaban sólo a través de la luz y los cambios climatológicos.

Hoy, gracias a la acumulación colectiva de conocimientos y al estudio sistemático de la configuración y las leyes que rigen tanto a los organismos vivos como a los cuerpos celestes, sabemos -a ciencia cierta- mucho más sobre la muerte y sobre los astros que en cualquier otro momento de la historia.

Y aunque actualmente la ciencia es la encargada principal de comprender los fenómenos relacionados con la muerte y con la organización del cosmos, ni las artes ni las tradiciones y creencias culturales han abandonado estos fértiles terrenos, en los que la creatividad y el genio humano se han cebado. Gracias a ello, tenemos para nuestro disfrute estético, emocional e intelectual una enorme cantidad de expresiones pictóricas, literarias, escultóricas, musicales, dancísticas, arquitectónicas y fotográficas de todas las épocas, corrientes y culturas. Muestra de lo anterior son algunas de las pinturas más representativas de Van Gogh, pero también la enorme colección que conforma al Museo Nacional de la Muerte, orgullo de nuestra ciudad y de la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

Quiero cerrar mi columna en esta ocasión invitándolos a visitar dicho museo, porque además de las obras que exhibimos de forma permanente, esta semana inauguramos dos exposiciones, que justo abordan los campos temáticos de nuestra relación con el cosmos (desde una mirada surrealista) y con la muerte (desde una perspectiva un tanto antropológica, que recoge expresiones, devociones y tradiciones diversas). Es seguro que las obras pictóricas de Mariana Palova y fotográficas de Joel Torres al menos les brindarán un momento de recreación estética o, incluso, de reflexión personal.