Francisco Javier Avelar González

En septiembre de 2016, la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de Nueva York para los refugiados y migrantes, con la cual los miembros de este organismo se comprometieron a “proteger los derechos humanos de todos los inmigrantes y refugiados, independientemente de su condición”. La base de este documento se encuentra en un hecho que, aun siendo evidente, políticos y ciudadanos de todas las naciones parecemos ignorar: históricamente, el nomadismo o el desplazamiento de personas a través de distintos territorios del mundo ha sido un mecanismo de vital importancia para la humanidad, mediante el cual hemos sido capaces no sólo de ocupar todos los territorios habitables del planeta, sino de desarrollar complejas y fructíferas organizaciones sociales. Incluso potencias económicas del mundo contemporáneo, como Estados Unidos de América, no existirían sin las migraciones masivas (gracias a las cuales llegaron ancestros de familias como la del propio Donald Trump).

Otro hecho, también irrebatible pero que tampoco se toma en cuenta, es que las migraciones suelen ocurrir porque las personas están buscando mejores condiciones de vida que las que poseen en sus países de origen, o -lamentablemente- porque están huyendo de guerras, inseguridad, falta de oportunidades, pobreza, discriminación y toda clase de abusos. Es decir, en la gran mayoría de los casos las migraciones suceden por necesidad: máxime las migraciones irregulares; es decir, las que se dan sin el cumplimiento de una serie de requisitos políticos o legales acordados entre los países de origen y de destino.

Al no tomar en cuenta estas bases del fenómeno migratorio, las personas ya bien establecidas y arraigadas solemos ver con indiferencia o sin empatía, cuando no con sospecha y abierto rechazo, a los migrantes que transitan por “nuestro” territorio o intentan quedarse en él. Sobre todo en los últimos años, el endurecimiento de las normas de tránsito entre países, así como la criminalización de los migrantes son posturas que han ganado fuerza y amplitud (basta escuchar las declaraciones del presidente de Estados Unidos para entender a qué grado). Así, o bien se les abandona a su suerte, incluso con menos misericordia que la que podríamos brindar a un animalito de la calle, o bien se les denuncia y persigue.

En México vivimos la migración desde dos enfoques opuestos: como pueblo doliente que sufre y se indigna por el ensañamiento de los estadounidenses en contra de los compatriotas “ilegales” que atravesaron la frontera en busca del sueño americano; o como una ciudadanía que ignora o maltrata a los centro y sudamericanos que intentan transitar por nuestro territorio para llegar a Estados Unidos. Con respecto al primer escenario, de forma cotidiana elevamos la voz y emprendemos acciones para exigir a las autoridades estadounidenses que respeten y traten con dignidad a los mexicanos; sin embargo, en lo que se refiere al segundo caso no solemos ser tan solidarios, y a veces pareciera que más bien adoptamos las posturas y actitudes condenables de nuestros vecinos del norte.

Son pocas las personas que no olvidan las durísimas situaciones que deben estar atravesando los migrantes que ingresan a nuestro territorio (quienes además padecerán hambre, frío y toda clase de maltratos y peligros antes incluso de alcanzar nuestra frontera norte); son menos aún las que se deciden a ayudarlos de manera constante y desinteresada. Justo por ello su labor, aunque discreta, termina por ser ejemplar y digna de ser reconocida públicamente.

La semana pasada adelantamos en este espacio que el Honorable Consejo Universitario decidió otorgar, por unanimidad, el grado de Doctora Honoris Causa a la ciudadana Norma Romero Vázquez, integrante y representante del grupo de apoyo a migrantes conocido como “Las Patronas”. Hoy quisiera dedicar unas líneas a hablar de ellas.

Las Patronas son un grupo de mujeres de la comunidad de La Patrona (en el municipio de Amatlán de los Reyes, Veracruz) que en febrero de 1995 decidieron que dedicarían su vida a dar de comer a los inmigrantes que viajaban de manera clandestina en el tren que atraviesa el país de sur a norte, mejor conocido como La Bestia… Una tarde del mes señalado, las hijas de doña Leonilda Vázquez Alvízar fueron a comprar pan y leche para la cena; al regresar a casa, el paso del tren detuvo su camino. Mientras esperaban a que aquel terminara su tránsito, de entre los vagones comenzaron a surgir siluetas humanas, que se asomaban y pedían agua y comida. “Tenemos hambre”, les decían a las chicas quienes, sin pensarlo mucho, se decidieron a dar lo que llevaban con ellas. Al llegar a casa, cuando su madre les preguntó por la comida, ellas respondieron contándole lo que había sucedido. El suceso las hizo pensar y organizarse para dar de comer a los inmigrantes que pasarían en el tren del siguiente día. Así lo hicieron, pero lejos de sentirse satisfechas, las invadió el profundo pesar de no haber alcanzado a darles de comer a todos y de saber que todos los días pasarían más personas, igual de hambrientas y necesitadas que las anteriores…

Entonces comenzaron una labor discreta y titánica a un mismo tiempo, en la que se han comprometido sin desfallecer por más de 22 años. A las mujeres de la familia Romero Vázquez se han sumado algunas vecinas, que también colaboran con la misma generosidad y humanismo. Con el tiempo, sus acciones han llamado la atención de la comunidad internacional y les han valido premios dentro y fuera de nuestro país. Pero no toda la gente las ha apoyado ni, mucho menos, las ha visto con buenos ojos. Hace tiempo, Norma contó en un evento público que en cierta ocasión una de las muchas personas escépticas que se acercaban a ellas le cuestionó: “¿Tú crees que dándole de comer a este puñado de migrantes vas a cambiar el mundo?”. Norma, con enorme sabiduría, le contestó: “¿Y a ti quién te dijo que yo quiero cambiar el mundo? Quiero cambiar yo; quiero pensar y quiero ver qué puedo aportar yo; cómo dar algo de lo que a mí me han dado”.

A veces pareciera que la idea de cambiar el mundo nos abruma, porque se antoja una labor imposible de realizar. Esta sensación nos permite levantar los hombros, aceptar que el mundo es así y limitarnos a dar lo mínimo para tener a raya el reclamo de nuestra conciencia. Tal vez sería mejor seguir el ejemplo de Norma Romero y las Patronas y, en lugar de soñar con ponernos sobre los hombros una carga que nos excede por mucho, tratemos de cambiarnos a nosotros mismos. Como ellas, hoy más que nunca hace falta preguntarnos “¿qué puedo hacer yo para cambiar? ¿Qué puedo aportar yo a los demás, para regresar un poco de las cosas buenas que la vida, la familia o la sociedad me ha dado? No es necesario que recorramos el planeta entero buscando a quién salvar: en nuestra misma ciudad hay personas a quienes podríamos cambiar la vida si les brindáramos ayuda. Complementemos nuestra labor crítica y reflexiva en las redes sociales con actos humanitarios, que representen un beneficio real para la gente más necesitada.
Aprovecho esta ocasión para recomendarles el documental que HBO produjo para dar a conocer la historia y el trabajo de Las Patronas. Pueden encontrarlo completo en Youtube. Nos vemos la siguiente semana.