Francisco Javier Avelar González
A principios de este mes se conmemoró el Día Mundial de la Salud. Con ese marco como referencia, alumnos de la UAA realizaron el VII Congreso Internacional de Estudiantes de Medicina. En la inauguración de dicho evento, tuve la oportunidad de dirigir un mensaje a la comunidad universitaria, con respecto a la precaria y desventajosa situación que actualmente viven millones de familias en el mundo; situación que les hace imposible tener adecuados y suficientes mecanismos de prevención y tratamiento de enfermedades.
Dado que la reflexión sobre este tema puede ser de utilidad para los ciudadanos que tuvieron el privilegio de acceder a estudios de nivel superior y convertirse en profesionistas -en muchos casos a través del sistema de educación pública- y que, por lo mismo, adquirieron la responsabilidad ética y cívica de ayudar a personas en situación de vulnerabilidad económica o social, quisiera transcribir a continuación el grueso del mensaje que di a nuestros jóvenes universitarios:
El 22 de julio de 1946, diplomáticos y jefes de estado de 61 países signaron la Constitución de la Organización Mundial de la Salud, la cual entraría en vigencia dos años después. Con dicho documento se daba validez oficial y poder de representatividad a este trascendental organismo, cuyo fin esencial era buscar que la Salud -definida como el completo bienestar físico, mental y social- se convirtiera en un derecho fundamental y universal de las personas. Una de las afirmaciones fundacionales de esta Constitución dicta que la salud es una condición necesaria para alcanzar la paz, la seguridad y el bienestar de las sociedades.
A más de 70 años de distancia y después de una vertiginosa revolución en el campo de las ciencias y las tecnologías aplicadas al sector salud, uno podría suponer que la cobertura sanitaria universal tendría que ser más que un buen deseo. Desgraciadamente, la realidad en el mundo es otra: la marginación, la discriminación y la desigualdad, así como los juegos de especulación económica con respecto a la producción y distribución de tratamientos y medicamentos, han provocado que millones de personas en el mundo vean comprometida su salud por falta de recursos monetarios.
Debemos notar que el problema de fondo no es la falta de dinero en las familias menos afortunadas, sino la desigualdad que ha provocado sus carencias: no hay falta de recursos, sino una pésima distribución de los mismos. Un solo dato puede sernos especialmente revelador al respecto: a inicios del año pasado, el Comité de Oxford para el Alivio de la Hambruna (mejor conocido como OXFAM) indicó que tan sólo ocho personas acumulaban la misma riqueza que los 3,600 millones de seres que componen la mitad más pobre de la humanidad. Así, mientras las personas con mayor concentración de recursos económicos, si quisieran acabarse toda su fortuna tendrían que gastar aproximadamente un millón de dólares cada día por más de dos mil años, al mismo tiempo una de cada diez personas en el mundo sobrevive con menos de dos dólares al día.
Cabe destacar que, como mencionó el director de la OMS el 18 de septiembre de 2017 en la Asamblea General de la ONU, en la actualidad al menos 100 millones de personas se han sumido en la pobreza por pagar tratamientos y asistencia en salud, mientras que otros 400 millones ni siquiera tienen acceso a los servicios sanitarios esenciales. Los datos son abrumadores y, a partir de ellos, cualquiera podría decir que la salud está más cerca de ser un privilegio que un derecho fundamental.
Ante tal panorama, ¿qué podemos hacer los universitarios? Una comunidad como la nuestra, fundada en el pensamiento crítico y el humanismo, no puede hacer oídos sordos ni cubrir sus ojos ante tal situación. Es cierto que no poseemos atribuciones tales que nos permitan distribuir de forma equitativa las riquezas del mundo, porque lograr tal objetivo implica una reestructuración global de los sistemas económicos; pero lo anterior no nos exenta de responsabilidades éticas y humanas, que hemos adquirido por el simple hecho de pertenecer a una universidad pública y autónoma: nuestras posibilidades personales sí nos permiten hacer una labor social, brindando conocimientos y servicios de forma desinteresada y generosa a las personas que no tienen posibilidad de pagarlos.
Sin negar que, como indica el artículo cuarto de la Carta Magna, es labor del Estado garantizar las condiciones para que todo mexicano pueda disfrutar del derecho a la salud, lo cierto es que la ética, el civismo y el humanismo son, por principio de cuentas, cuestiones individuales: no podemos reducir nuestra participación ciudadana a exigir un buen desempeño a las autoridades: debemos ser agentes de cambio en el entorno, mediante la realización cotidiana de actividades que permitan a todos, pero sobre todo a los más vulnerables, tener una vida digna. Cada uno de nosotros puede aportar un poco, de manera individual, a esta causa.
En el marco de este VII Congreso Internacional de Estudiantes de Medicina, los exhorto a que no pierdan el sentido humano de su profesión y a que, mediante el ejercicio de la misma, se involucren más con labores que permitan ayudar a quienes más lo necesitan.
* A manera de cierre para el mensaje anterior, quisiera agregar en este espacio que la responsabilidad social y la solidaridad son conceptos que debemos adoptar y aplicar todos los profesionistas y la ciudadanía en general. Como se ha mencionado, las problemáticas de prevención y cuidado de la salud tienen como trasfondo una notable y creciente brecha de desigualdad, que afecta el nivel de vida de millones de personas, así como a la cohesión social, la procuración de paz, la equidad y la justicia. En la medida de nuestras posibilidades y desde el ejercicio cotidiano de nuestras profesiones o labores, todos estamos llamados a trabajar por reducir al mínimo aquella brecha. Más allá de una labor humanitaria o de una responsabilidad profesional, se trata de un deber ético, al que estamos comprometidos como ciudadanos y, sobre todo, como personas.