Francisco Javier Avelar González

Si hiciéramos el ejercicio de recordar a los docentes que marcaron nuestra vida para bien, es muy probable que en la mayoría de los casos nuestra memoria no se decantara por destacar las enseñanzas académicas que nos brindaron, sino por la forma en que nos trataron, por su manera de transmitir conocimientos o por el compromiso con el que se entregaron a su vocación.

En muchos casos, lo que inclinó el fiel de la balanza en la profesión que elegimos fue habernos enamorado secretamente de la pasión con que un maestro(a) nos explicó un fenómeno biológico, literario, matemático, químico, filosófico, etc. En el mismo tenor, hay quienes aborrecen o encuentran soporífera un área determinada del conocimiento, debido a que tuvieron la mala fortuna de acercarse a dicha área de la mano de un docente poco apasionado, poco preparado o que no supo revelarles los misterios y milagros de aquel campo científico, filosófico, social, humanista o artístico.

En un universo tan complejo, tan asombrosamente tejido o interconectado y que con tanto celo nos guarda sus secretos, no hay materia de estudio que sea anodina o irrelevante; este hecho nos permite reconocer que nuestros intereses académicos -o la falta de ellos- tienen, en un grado no menor, cimientos emotivos. Sumado a lo anterior, sabemos que uno de los motores principales para el desarrollo tanto de cada individuo como de las sociedades en conjunto es su capacidad imitativa. Desde las acciones de erguirnos y caminar o desarrollar una lengua, hasta las actitudes racistas o, en cambio, altruistas, dependen mucho del contexto en el que nos desarrollamos, sobre todo en nuestra infancia y juventud; es decir, depende de qué tipo de personas nos sirvieron como modelo vivo de aprendizaje.

Los “niños salvajes” que se han encontrado en diversos lugares del mundo, incapaces de andar erguidos o de hablar, muestran que su falta de contacto humano (la carencia de personas a las cuales imitar) determinó sus aprendizajes e impidió que desarrollaran habilidades características de nuestra especie. Esto también sucede en casos más sutiles y a la vez más refinados de las capacidades humanas: un contexto familiar violento será una escuela de violencia para los niños que ahí se desarrollen; un ambiente generalizado de corrupción provocará que dicha subcultura se trasmine en las siguientes generaciones. En cambio, exponernos a la observación constante de personas ejemplares por su rectitud, su ética, filantropía o su alto sentido del deber cívico, será equivalente a recibir una enseñanza de primer nivel con respecto a estos valores, lo que a la postre redundará en que moldearemos nuestros comportamientos de acuerdo con dichos modelos de imitación.

El proceso de enseñanza-aprendizaje no puede constreñirse a la emisión y recepción de técnicas, fórmulas y teorías, o a la escritura y difusión de tratados humanistas (aunque todo esto sea, por supuesto, indispensable para la formación académica y el desarrollo de nuestras civilizaciones). Es el vivo ejemplo de nuestros docentes y mentores -o de quienes hayamos tomado como guía- el factor más determinante que dará sentido personal a los conceptos que se trate de inculcarnos. Y aunque al decirlo así rondamos los terrenos de la obviedad, lo cierto es que frecuentemente olvidamos esto, exponiéndonos a abrir una brecha entre lo que tratamos de enseñar a los jóvenes y la manera en que nos desenvolvemos.

Si no recuerdo mal, en algún otro mensaje mencionaba que los seres humanos hemos desarrollado mecanismos para poner en el foco de atención a las personas que sean modelos positivos de vida, útiles como ejemplo para las nuevas generaciones, pero también para nosotros mismos. La conmemoración del Día del Maestro responde en principio a este mecanismo; también lo hace el reconocimiento anual que realizamos en la Universidad Autónoma de Aguascalientes, en la que celebramos a los docentes que nos han dado ejemplo de constancia y vocación, por su permanencia en esta casa de estudios un tiempo de 10 o más años.

Como mencioné hace unas semanas, también la decisión del H. Consejo Universitario de otorgar el Doctorado Honoris Causa al grupo de ayuda humanitaria “Las Patronas” -representado por la ciudadana Norma Romero- tiene como uno de sus principales objetivos recordarnos que nuestro ejemplo, nuestra manera de ser y de interactuar con los demás puede ser una lección mucho más valiosa para la sociedad que cien cursos o discursos sobre civismo y ética. Queremos recordar que, aunque en contextos distintos, cada uno de nosotros puede ser también ejemplo y guía para los demás, si nos decidimos a actuar diariamente fieles a los principios éticos y humanistas que construyen sociedades empáticas, pacíficas y justas.

El martes anterior celebramos el Día del Maestro y yo quisiera dedicar este mensaje a todos los docentes que, entregándose con ética y compromiso a su vocación, nos formaron, o están formando a las actuales generaciones de niños y jóvenes; también dedico este espacio a quienes, como Las Patronas, sin tener un título o una credencial de educadores, se han erigido como grandes maestros de vida y como claros ejemplos a seguir. Muchas felicidades a todas y todos ellos.

Nos vemos la siguiente semana.