Francisco Javier Avelar González
El cinco de junio de 1974 se celebró por primera vez el Día Mundial del Medio Ambiente. La institución de esta fecha conmemorativa tuvo su origen dos años antes en la ciudad de Estocolmo, Suecia, cuando representantes de más de cien estados se reunieron en la Primera Cumbre de la Tierra. En este encuentro se acordó también la creación de un organismo que actuara como gestor y promotor del desarrollo económico responsable y sostenible, mediante prácticas que fueran respetuosas con la naturaleza. Así surgió el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), una de las dependencias internas de la ONU que ha trabajado con mayor ahínco por comprometer a todas las naciones en el respeto al derecho ambiental y los acuerdos a favor de la ecología.
Fruto de los esfuerzos continuos en pro de la concientización sobre el medio ambiente, impulsados por este organismo internacional y por diversos grupos y asociaciones de activistas de la talla de Greenpeace, los últimos meses de 2015 se logró la redacción de un documento histórico en el que las naciones que decidieran firmarlo se comprometerían, entre otras cosas, a realizar acciones concretas para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. A este documento, signado y ratificado hasta la fecha por 96 países y por la unión europea, se le conoce como el Acuerdo de París sobre el cambio climático.
Otro logro importante en este tema ocurrió en septiembre de ese mismo año, con la aprobación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Como parte de los 17 objetivos medulares de este proyecto internacional, se incluyeron dos enfocados específicamente al cuidado del medio ambiente. El objetivo 14 establece “conservar y utilizar en forma sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos para el desarrollo sostenible”; mientras que el objetivo 15 se propone “gestionar sosteniblemente los bosques, luchar contra la desertificación, detener e invertir la degradación de las tierras y detener la pérdida de biodiversidad”.
Pese a los acuerdos firmados y los esfuerzos mencionados, la situación de nuestro planeta, al día de hoy, sigue siendo muy delicada: en las últimas décadas, la biodiversidad del mundo se ha visto comprometida porque una enorme cantidad de especies vegetales y animales han desaparecido o están en peligro de extinción; además, no hemos logrado aún recuperar ríos, lagos y zonas desertificadas, ni reducir de forma considerable la emisión de contaminantes derivados de la quema de
combustibles fósiles (lo que sigue incrementando las consecuencias del efecto invernadero y el calentamiento global).
Ciertamente, por más acuerdos que se pacten, es complicado generar cambios notables cuando el deterioro del medio ambiente tiene como una de sus causas principales la visión económica imperante en el mundo, a través de la cual se ha dado prioridad a la producción de mercancías, y no a la generación de satisfactores sociales, culturales y humanos. Es esta visión, por ejemplo, la que ha llevado a la administración de Donald Trump a sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París. Por otra parte, nuestros hábitos consumistas son al mismo tiempo producto y motor de dicha visión económica.
Ante un panorama como el anterior, es justo que la sociedad cuestione a las instituciones públicas sobre las medidas que se están tomando, en aras de combatir con mayor efectividad los problemas ecológicos. La presión social es un mecanismo necesario en toda democracia, presupuestado como parte de las dinámicas en la administración de la res pública. No obstante lo anterior, es provechoso comprender que los estragos al medio ambiente resultan de un complejo entramado de prácticas en el que todos tenemos una parte de responsabilidad. No se trata de echar culpas ni de caer en maniqueísmos, sino de reflexionar sobre qué puede hacer cada uno de nosotros para ayudar a revertir los estragos medioambientales.
Ya sea compartir el auto (si tenemos uno y nos desplazamos en él), preferir un medio alternativo de transporte (como la bicicleta), evitar el uso de popotes, llevar nuestras propias bolsas reutilizables al hacer la despensa o no comprar agua en botellas desechables… todos tenemos a nuestro alcance oportunidades reales para reducir la contaminación. En sentido inverso, nuestro modo de vida, sumado a un modo de vida similar de millones de personas, contribuye a las catástrofes climáticas y medioambientales que estamos viviendo.
Por ejemplo, con respecto al uso de desechables, cada año se usan 500 mil millones de bolsas plásticas; en 2016 se vendieron 480 mil millones de botellas de plástico de un solo uso y para su fabricación se utilizaron 17 millones de barriles de petróleo. Organizaciones en pro de la ecología, calculan que cada año se vierten en el mar ocho millones de toneladas de plástico. Sucede algo semejante cuando hablamos de la contaminación ocasionada por nuestros medios de transporte o por el consumismo exacerbado de las culturas occidentales.
Insisto, un ejercicio de reflexión como el aquí propuesto no tiene otra intención que la de invitarlos para que juntos nos comprometamos a realizar aunque sea una pequeña modificación en nuestros hábitos diarios, con el fin de ayudar un poco al medio ambiente. El esfuerzo, comparado con los beneficios que podríamos conseguir, es verdaderamente insignificante. Compartamos responsabilidades.