Francisco Javier Avelar González

Cada vez parece más difícil encontrar relaciones duraderas: trátese de matrimonios o noviazgos, o de la participación en trabajos, instituciones o proyectos individuales y colectivos, hay una tendencia creciente a preferir opciones que no nos comprometan por plazos largos. Zigmunt Bauman -el filósofo y sociólogo polaco, cuya obra abarcó con amplitud el tema- acuñó el término de “modernidad líquida” para referirse a nuestra época.

Si nos pidiesen agrupar en una breve definición aquello que distingue a nuestro tiempo, es probable que eligiésemos -al igual que el sociólogo citado- conceptos relacionados con la velocidad, lo inestable (o carente de solidez) y lo no duradero. Es un hecho que el vertiginoso desarrollo tecnológico, el modelo económico dominante y las dinámicas laborales contemporáneas han empujado este cambio en la forma de relacionarnos con el mundo. Las innovaciones tecnológicas, por ejemplo, puestas al servicio de los intereses económicos actuales, han impulsado la cultura de lo utilitario y desechable, con el fin de promover el consumismo.

Lo anterior no sólo es visible en la menor durabilidad y vigencia operativa de nuestros aparatos electrónicos, sino en nuestra necesidad de cambiarlos constantemente, incluso aunque su funcionamiento siga siendo óptimo, o al menos adecuado. Para probar esto, basta observar el número de veces que nosotros o nuestros familiares y amigos hemos cambiado el teléfono celular en los últimos diez años (y comparar este dato con el número de veces que la generación precedente a la nuestra cambió su modelo de teléfono fijo en casa).

También el desarrollo tecnológico, aplicado a nuestros procesos de intercambio comunicativo, ha reforzado esta tendencia a lo efímero y disperso, visible en la veloz pérdida de atención con que recibimos las noticias. No sólo medios de información digitales, sino las aplicaciones para relacionarnos virtualmente (llámese Facebook, Instagram, Twitter o cualquier otra plataforma semejante), están diseñadas para privilegiar el instante y para saturarnos de nuevos contenidos cada segundo, de tal forma que no sea posible detenernos y profundizar en casi nada, porque hacerlo implicaría perdernos una enorme cantidad de nuevos datos e interacciones en la red.

La manera de relacionarnos con los objetos que nos rodean y con las personas, así como el bombardeo de información que recibimos a través de la red se ha permeado en nuestras relaciones afectivas y laborales. Sobre todo entre las nuevas generaciones, muchos jóvenes parecen preferir el cambio constante de su panorama en estos rubros (para no sacrificar la libertad y oportunidad de vivir nuevas experiencias) que forjar una carrera a largo plazo, la cual les dé seguridad y una perspectiva más amplia de crecimiento profesional o familiar.

Los cambios generacionales traen modificaciones en las maneras de percibir e interactuar con el mundo, y eso no debe ser condenable: tanto el tradicional sedentarismo que ha reinado entre nuestras sociedades por décadas o siglos, como esta nueva forma de “nomadismo” contemporáneo tienen virtudes y defectos: mientras en el primer caso la estabilidad ganada corre el peligro de esconder conformismo y un creciente miedo a salir de la zona de confort; en el segundo caso, la libertad y constante renovación puede ser también una máscara que oculte la falta de compromiso o la incapacidad para desarrollar proyectos duraderos. Hace falta entonces un juicio autocrítico que nos permita situarnos en un punto medio: dispuestos al cambio y la renovación, pero también a dar lo mejor de nosotros en cada proyecto que realicemos.

Con respecto a nuestra “modernidad líquida”, es probable que sí nos haga falta realizar algunos ajustes. El consumismo y la sensación de que todo es desechable -característica distintiva de nuestra cultura- causa terribles efectos colaterales en la ecología y, por otro lado, vulnera la calidad de nuestras relaciones afectivas y laborales. Además, debemos recordar que, como la historia nos han enseñado, las más grandes civilizaciones y obras humanas no son fruto de la velocidad y la inconstancia, sino de una labor atenta, comprometida y prolongada (otro tanto nos enseña la naturaleza: la historia de cualquier roble centenario o el enorme panorama de nuestra evolución son frutos -metafóricos- de la lentitud, la constancia y la paciencia).

Hoy que el signo de nuestro tiempo es el vértigo de la velocidad y de lo efímero, conviene recordar aquella sentencia de Samuel Johnson, tan llena de verdad: “Los grandes trabajos no son hechos por la fuerza, sino por la perseverancia”. Sin caer en conformismos, volvamos a dignificar el valor de la paciencia, la atención, el compromiso y la constancia.