Francisco Javier Avelar González
Si bien no a todos les apasiona el futbol (por lo demás, el deporte más visto y jugado en el orbe) ni modificarían su rutina cotidiana por un mes cada cuatro años para ver el mayor número de partidos del mundial, lo cierto es que este deporte -como buen deporte- tiene la enorme capacidad de permitir extraer lecciones de vida, que trascienden al juego mismo.
El certamen mundialista recién concluido el domingo no ha sido una excepción en este aspecto: durante los partidos que se jugaron en las distintas ciudades rusas que fungieron como sedes, millones de personas fuimos testigos lo mismo de tragedias que de epopeyas nacionales. Esta alusión literaria no es gratuita: tanto las tragedias como los cantos épicos, en su tiempo, tuvieron directa o indirectamente una función didáctica. Desde esta perspectiva, cabe preguntarnos, por ejemplo, ¿qué aprendimos de los fracasos tempraneros de potencias como España o Alemania, del gris desempeño de jugadores como Messi, Neymar y Cristiano Ronaldo -que no pudieron hacer nada para evitar la eliminación de sus equipos-, y qué aprendimos también del espectacular torneo que hizo Croacia?
Tal vez una de las lecciones más importantes es que el futbol no es un juego de individualidades, sino de asociaciones: es decir, de una suma de voluntades que comparten una motivación, un compromiso y una meta. Pero no sólo es así en el futbol sino en la vida, al menos bajo el esquema de vida gregaria que le ha permitido a la humanidad sobrevivir y multiplicarse con mejores resultados que cualquier otra especie del planeta (por ahora). Es verdad que hay profesiones solitarias, pero las ciencias, las instituciones y las civilizaciones no son productos del querer y poder de un solo sujeto, sino de conjuntos de personas organizadas. Que desafortunado para los seguidores de Argentina, Brasil y Portugal fue haber confiado sus esperanzas en un hombre, como si jugara solo y todo dependiese de él.
Qué peligroso suele ser también que instituciones y naciones enteras depositen todas sus esperanzas de mejoría en una sola persona: las consecuencias de esto, como lo ha mostrado la copa del mundo o como lo han hecho sucesos históricos lamentables y terribles -entre ellos algunas dictaduras, el presidencialismo mexicano de hace décadas y la Segunda Guerra Mundial- es que nos podemos llevar enormes fiascos e, incluso, que países enteros puedan caer en la desgracia cuando se derrumba el ser único en el que habían depositado toda su fe. Sobre todo cuando está en juego el destino de una sociedad entera, se debe buscar un sistema de diálogo, de contrapesos, negociaciones y consensos, que evite la peligrosa sobre-concentración de poder en un solo grupo o individuo y que permita una sana repartición de funciones y responsabilidades…
Otra lección importante que nos deja esta copa del mundo la encontramos en el desempeño de Croacia. Dicen los que saben de futbol que este equipo, a pesar de tener jugadores de calidad notable, ninguno de ellos posee el talento, desequilibrio, efectividad y espectacularidad que ostentan Messi, Cristiano Ronaldo o Neymar. Se trata de un seleccionado más bien de media tabla, al que incluso el representativo mexicano exhibió en la justa mundialista de hace cuatro años. Sin jugadores dotados con un talento excepcional y sin el abolengo de potencias futbolísticas como Alemania (que ahora pecó de algo impensable para esta nación: displicencia y falta de compromiso), ¿cómo es posible que los croatas llegaron tan lejos?
La respuesta es simple: al contrario que Argentina y Portugal, no confiaron su suerte a un acto heroico del jugador más talentoso; al contrario que España, no le faltaron el respeto al proyecto deportivo cambiando al director técnico un par de días antes de comenzar la competencia; al contrario que Alemania y otros equipos, no cayeron en displicencias, vanidades, ni excesos de confianza. Croacia trabajó en conjunto, de manera humilde, esforzada y disciplinada; actuó de forma solidaria y con enorme profesionalismo.
Es cierto: el desgaste físico y sus limitaciones como equipo fueron factores determinantes en la gran final, en la que no lograron derrotar a Francia; además, el proyecto de los galos tiene su peso, y éste ha sido contundente por su eficacia (en los últimos seis mundiales han llegado tres veces a la final, dos de las cuales han salido campeones). Con todo, fueron los croatas quienes nos mostraron la lección de mayor provecho: cuando hablamos de conjuntos, instituciones, comunidades o países completos, no debe haber lugar para improvisaciones, displicencias, idolatrías ni egolatrías. No es la voluntad de una sola persona, ni la sola capacidad económica, ni la bien o mal ganada fama lo que lleva al éxito. Éste se consigue al trabajar en equipo, de forma inteligente, consensuada, solidaria, constante, ética y comprometida, en aras de alcanzar una meta común.
Más allá del espectáculo del mundial -que puede o no gustarnos- tomemos esta competencia como una oportunidad de aprendizaje para nuestro desarrollo social. Así, en lugar de hacer como Argentina, hagamos como Croacia: lejos de erigir salvadores en cuyos hombros caiga el peso de todas nuestras expectativas y el capital de toda nuestra fe (para eximirnos también de nuestras propias responsabilidades), aprendamos a pensar, prever y trabajar en conjunto, con la ética, la constancia y la inteligencia como blasones.