Francisco Javier Avelar González
En uno de sus escritos más conocidos, Montaigne señaló que la naturaleza parecía habernos encaminado -por sobre cualquier otra cosa- a las relaciones interpersonales. De entre éstas, las más notables son aquellas que no desarrollan ni se fundan en motivaciones egoístas, sino en valores como la empatía, la generosidad y el interés por el bienestar del otro. Desde este enfoque, no hay relaciones humanas más cercanas a lo ideal que las amistades, y más aún aquellas en las que no existe lazo sanguíneo o jerarquía de por medio, que pueda fungir como un condicionante negativo.
Como lo explica el padre del ensayo, una amistad gestada entre dos personas sin parentesco ni jerarquías propiciará mayor libertad y, simultáneamente, menor proclividad a actuar bajo esquemas de subordinación, obligación o coacción. El trato horizontal -idealmente sin cortapisas ni condicionamientos ajenos a la lealtad que la misma amistad exige- permite a las partes implicadas actuar y expresarse con plena sinceridad, así como desarrollar un fuerte sentimiento de empatía hacia el otro. De cualquier forma, también entre familiares y compañeros de trabajo con una relación vertical pueden gestarse relaciones amistosas.
Hasta aquí, términos como la amistad y la empatía parecieran resolverse cotidianamente en el campo de la intimidad. Sin embargo, la universalidad e importancia de dichos conceptos permite que nos preguntemos si estos no trascienden el plano de lo -digamos- doméstico o familiar; es decir, si son o no capaces de transformar no a sólo individuos, sino a sociedades completas. Si lo analizamos con atención, la respuesta debe ser afirmativa.
La empatía, definida por la Real Academia Española como la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”, es un valor indispensable para la conformación de sociedades sanas y propensas a buscar el bienestar común. Tal vez pensando en esto Aristóteles escribió, en el libro octavo de su Ética nicomáquea, que ahí donde reinara la amistad no haría falta la justicia. La afirmación, que a algunos podría parecer exagerada o inexacta, no carece de lógica: de las personas que en su época de formación comprendieron el valor de una amistad genuina y, a través de su cultivo, fortalecieron la capacidad para empatizar con otros seres y causas, esperaríamos que en su vida adulta fueran más propensas a identificar y combatir las injusticias sociales de su entorno, por la única razón de que dichas injusticias hacen daño a otras personas.
Nuestras expectativas serán distintas con respecto a quienes en su infancia y juventud sólo encontraron indiferencia, maltratos o falta de cariño; es decir, nos será más fácil entender (que no justificar) conductas negativas por parte de estas personas pues, en un gran número de casos, la gente poco empática o que tiende a hacer daño a los demás, está repitiendo patrones aprendidos en etapas formativas y carece de suficientes herramientas emocionales para solidarizarse con el dolor ajeno.
La aseveración aristotélica, muy probablemente compartida por organismos internacionales como la ONU, implica que una amistad verdadera lleva en su seno el valor de la justicia, y con ella otros como la equidad, la solidaridad y la ya mencionada empatía. De hecho, en 2011 la Asamblea General de la ONU designó el 30 de julio como el Día Internacional de la Amistad, “con la idea -según se lee en su sitio web oficial- de que la amistad entre los pueblos, los países, las culturas y las personas puede inspirar iniciativas de paz [así como] fomentar la inclusión de las distintas culturas y el respeto entre ellas, promoviendo a la vez la comprensión internacional y el respeto de la diversidad”.
Al ver la enorme falta de sensibilidad de gobiernos como el norteamericano, con respecto al dolor que ellos mismos infligen separando familias de inmigrantes; o al observar las escandalosas y ascendentes estadísticas de asesinatos y otros crímenes violentos en nuestro país; o, finalmente, al darnos cuenta de las diversas formas de esclavitud y explotación contemporánea que continúan sucediendo a lo largo y ancho del mundo, no podemos hacer menos que reflexionar sobre el tipo de valores e ideales que perseguimos y que estamos inculcando en las nuevas generaciones.
Si, de acuerdo con Montaigne, la naturaleza nos encamina al desarrollo de las relaciones humanas, pareciera que hoy vamos en contra de ella, pues estamos dando mayor importancia a otro tipo de relaciones, donde tiene prioridad la acumulación de poder y el consumismo (en esencia irresponsable y terrible, pues empuja a un saqueo voraz e indiscriminado de nuestros recursos naturales y permite que ocurran situaciones de explotación laboral e injusticia social).
Colocar las relaciones de poder y de consumo por encima de las personas nos deshumaniza; deshumanizarnos implica perder la capacidad para empatizar con los sentimientos, el dolor y las necesidades de los demás, y esto mismo empuja a la desestimación de conceptos medulares para el bien social e incluso ecológico, como el respeto, la honestidad, la justicia y el uso responsable de los insumos que nos provee nuestro entorno.
Si al consumismo y la búsqueda exacerbada de poder no le ponemos contrapesos, como la práctica y la promoción de valores humanistas, la vocación de servicio, la responsabilidad social y la reivindicación de las relaciones honestas, empáticas y desinteresadas entre nosotros, nos será muy difícil revertir la violencia y las enormes brechas de desigualdad que imperan en el mundo. En esta urgente tarea de formación (y reformación) de la sociedad, las instituciones educativas (llámese familia, escuela o universidad) tienen un papel preponderante. Toca a ellas, a nosotros, transmitir con mayor énfasis los principios de humanismo, ética, responsabilidad y crítica que nos sustentan; principios que, si observamos con atención, permiten la cohesión y el bienestar social al que toda comunidad debe aspirar…
Nos vemos la siguiente semana.