Francisco Javier Avelar González
Este lunes, tanto en nuestra universidad como en otros centros de educación superior, se reanudaron labores académicas y, con ello, miles de jóvenes de Aguascalientes y regiones aledañas regresaron -o entraron por primera vez- a los espacios de nuestra casa de estudios o de instituciones educativas incorporadas, con el ánimo de dar continuidad a sus respectivos procesos de formación personal y profesional.
Un porcentaje considerable de dichos jóvenes ha tenido la fortuna de vivir en ambientes familiares sanos y con una situación si bien no de riqueza, al menos sí de suficiencia económica, para cubrir sus necesidades básicas y secundarias sin mayores preocupaciones. Esta situación les ha permitido transitar, hasta ahora, entre diez y trece años por diversas instancias o niveles que forman parte del sistema de educación en México.
Por lo anterior, al acceder al bachillerato o a un programa de pregrado (licenciatura o ingeniería) entienden que están cumpliendo una etapa más de la vida, con la que todo mundo tarde o temprano debe de enfrentarse. En algunos de estos casos, dicha percepción es reforzada por el mismo contexto en el que han crecido: progenitores, familiares y amigos cercanos cuentan con un título universitario y, en algunos casos, inclusive uno de maestría o de doctorado. Por ello, podría parecerles inconcebible que la realidad de nuestro país sea muy distinta a lo que han tenido la fortuna de experimentar en carne propia. Me explico: aproximadamente el 80% de la población mexicana (mayor de 25 años) no cuenta con estudios de nivel superior y el abrumador 99% no tiene un título de maestría o de doctorado…
Aunque la anécdota es apócrifa, se cuenta que un poco antes de la Revolución Francesa el pueblo galo se aglomeró en la entrada del Palacio de Versalles, para exigir a sus monarcas que les brindaran harina y trigo con que hacer pan, porque estaban pasando por una severa crisis de hambruna y falta de recursos alimenticios. Al llegar tal petición a los oídos de María Antonieta, entonces reina de Francia, y al enterarse de la carencia de los insumos que sus súbditos le demandaban, no atinó a decir otra cosa más que un cándido: “pues que les den pasteles”.
Esta anécdota puede servirnos como una parábola del desconocimiento en el que viven algunas personas (desde estudiantes hasta políticos y empresarios), con respecto a las problemáticas que enfrenta la gente ajena a sus círculos de convivencia habitual. En ocasiones, pareciera que algunos de nosotros incurrimos en los mismos errores que aquella reina del siglo XVIII; es decir, que no alcanzamos a ver las brechas de desigualdad económica, social y educativa que imperan en el país. Eso puede llevarnos -por un lado- a no apreciar las cosas buenas que tenemos (como el acceso a la educación superior, o a un empleo estable) y -por otro lado- a ser menos sensibles o solidarios con los sectores poblacionales más vulnerables.
Pensando en todo lo anterior, los invito a que hagamos una valoración de nuestras propias circunstancias de vida y las contrastemos con las estadísticas y datos que miden los niveles de pobreza y las brechas de desigualdad con respecto al acceso a derechos como la salud o la educación. Si nos ha tocado vivir momentos difíciles o de grandes carencias y hoy gozamos de una situación estable, pensemos en formas de ayudar permanentemente, desde nuestras trincheras, para que otras personas también tengan acceso a una vida digna y segura.
De igual manera, si tenemos hijos o parientes que ingresaron o regresaron a bachillerato o a la universidad, hagámosles saber que en este país la educación en esos niveles es un privilegio que tiene consigo una enorme responsabilidad social, porque detrás de cada lugar disponible en nuestros salones de clase está la aportación y el esfuerzo de millones de mexicanos y, también, están millones de mexicanos que no tuvieron la oportunidad de ingresar a algún instituto educativo de nivel superior.
A todos nuestros jóvenes estudiantes los invitaría a que se alegren porque gozan de esta situación de privilegio: la etapa estudiantil es una de las más bellas y ricas (en términos emocionales, cognitivos y sociales) que puede vivir una persona. Y junto con ese entusiasmo por estudiar, recuerden que como integrantes de una universidad pública han adquirido un compromiso de retribución social. Finalmente, quienes gozamos del enorme privilegio de contar estudios de licenciatura o incluso de posgrado, tenemos el deber ético de comprender nuestro entorno y servir a nuestra sociedad, con el fin de que sean más las personas que puedan acceder a mejores condiciones de vida.
Nos vemos la siguiente semana.