Francisco Javier Avelar González

Además de los chistes y las imágenes graciosas, en las redes sociales se han vuelto cotidianas las diatribas y las discusiones cargadas de insultos y descalificaciones personales. Más grave aún, comentarios de esta índole -que de paso suelen reflejar posicionamientos sexistas, racistas o de una franca alienación ideológica- son ya comunes en los espacios para comentarios con que cuentan los periódicos y las revistas digitales.

Basta abrir cualquier día las secciones de opinión de los periódicos nacionales, o una nota con algún tema polémico relacionado con política, religión, cuestiones de género e incluso futbol: debajo de la columna o de la nota, en las respuestas de los usuarios no faltará por lo menos un comentario de descalificación personal, cuando no de odio o intolerancia.

Hace un par de días Francisco Garfias, en su columna de Excelsior, daba cuenta de las amenazas que han recibido Pablo Hiriart y Fernando Belaunzarán en las redes, por expresar diversas opiniones personales (en ningún momento ofensivas) sobre temas de la vida política nacional. Otro tanto se podría documentar con respecto a los lamentables comentarios machistas en notas donde se habla de alguna mujer ultrajada; pero también con respecto a comentarios sexistas desde el otro polo, en los que se expresa intolerancia y odio generalizados -velados o abiertos- a personas del género masculino, a quienes además se les impide el derecho de comentar o replicar sobre ciertos temas, debido a su pertenencia genérica (y no a una posible ignorancia del tema que se esté tratando).

Igualmente grave es encontrar, ya no en los comentarios de los lectores, sino en los artículos de opinión o en las columnas de algunos editorialistas de diversos periódicos, expresiones en las que dan a entender -o lo dicen con todas sus letras- que quienes no comparten su posición ideológica, su opinión o sus costumbres son tontos (estoy siendo eufemístico, porque los términos utilizados suelen ser más duros).

En esta dinámica de descalificaciones y ataques personales, tan habitual y normalizada en nuestros días, veo un conjunto de problemas sobre los cuales tendríamos que reflexionar. Dos de ellos me llaman particularmente la atención, por estar relacionados con una concepción errónea del acto de argumentar (o debatir) y una idea torcida sobre a quiénes les está permitido verter su pensamiento en un intercambio de opiniones. Por cuestiones de espacio, dedicaré ésta y la siguiente columna a hablar de ello.

Con respecto a la concepción equivocada sobre la argumentación o la discusión, vale la pena recordar las definiciones de estos términos. Cito a la Real Academia Española para este propósito: ‘Discutir’ es “examinar atenta y particularmente una materia” o “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”; por su parte, ‘argumentar’ es “aducir o dar argumentos”. Finalmente, un ‘argumento’ es un “razonamiento para demostrar o probar una proposición, o para convencer de lo que se afirma o se niega”. Nótese cómo en ningún lugar se habla de agredir, descalificar o mofarse de la persona con las que se está debatiendo.

Quizás siguiendo algún mal ejemplo que nos dieron nuestros mayores cuando éramos pequeños, pensamos que obtenemos puntos argumentativos si desacreditamos u ofendemos a la persona con la que estamos discutiendo. Pero, lejos de ello, al actuar de esta manera ensuciamos nuestra causa. Decir que mi contrincante es corrupto, mocho, radical, ignorante o tonto no es, ni por asomo, un argumento válido que sustente mi idea, por ejemplo, de que deben o no deben legalizarse ciertas drogas prohibidas, o de que debe o no despenalizarse el aborto, o de que debe o no haber cuotas de género, o de si es conveniente construir un nuevo aeropuerto o un tren interestatal de alta velocidad.

Lo que hace plausible o válido a un argumento, en cualquier discusión, es su capacidad para razonar sobre el tema tratado, bajo principios lógicos o de acuerdo con un sustento probatorio que abone única y exclusivamente al tópico que se está discutiendo. Me explico con un ejemplo no polémico: imaginemos que estamos debatiendo sobre la contaminación y el uso de vehículos. Nuestro contrincante sostiene que dejar de usar su auto no hace ninguna diferencia a favor de la ecología. Responder que es tonto, egoísta, privilegiado o corrupto no ofrece ningún contraargumento real que pueda convencerlo de buscar medios de transporte alternativos, porque ¿de qué forma decirle egoísta nos aclara el panorama sobre la emisión de dióxido de carbono de su vehículo, y sobre cómo disminuye dramáticamente esa emisión cuando opta por tomar un autobús que transporta a más de 40 personas a la vez, o cuando prefiere usar una bicicleta o andar a pie?

Lo mismo puede decirse de cualquier otro tema, polémico o no: sin importar la postura que se adopte, si se trata de un asunto jurídico cuyo fondo sean cuestiones éticas y biológicas, los argumentos, datos y pruebas tendrían que ser jurídicos, éticos y biológicos; si se trata de la creación de un aeropuerto, los argumentos tendrían que abordar cuestiones geográficas, aeronáuticas, económicas, ecológicas y logísticas. Hablar mal del adversario(a) -independientemente de si lo que decimos de él/ella es verdadero- constituye una estrategia argumentativa inválida y una falacia (falacia ad hominem, se llama) que, lejos de ayudar a convencer o a construir consensos o disensos respetuosos y sobre todo, lejos de abonar en la búsqueda de la verdad o de las mejores razones para tomar alguna decisión importante, genera odios, rencores y radicalizaciones innecesarias. ¿Y quién, en su sano juicio, se atrevería a afirmar que la violencia y el encono cosechan paz, empatía y equidad?

Por lo pronto, dejemos aquí la reflexión. La siguiente semana continuaremos con ella, hablando de nuestras ideas sobre los atributos que debe tener una persona para expresar sus opiniones con respecto a un tema en particular. Hasta entonces.

P.S. Los invito a visitar el Salón de Usos Múltiples de la Universidad, a partir del siguiente miércoles; porque tendremos desde ese día y hasta el domingo nueve de septiembre, la vigésima edición de nuestra Feria del Libro, en la que tendremos conferencias, presentaciones y conciertos; además, se pondrán a la venta libros de un centenar de casas editoriales. Esperamos contar con su asistencia.