Francisco Javier Avelar González
La semana anterior hablamos acerca del encono que actualmente se replica en redes y espacios de opinión y sobre un par de presupuestos erróneos que fortalecen este problema: por un lado, la creencia de que atacar a la persona que no está de acuerdo con uno equivale a dar argumentos sobre el tema que se esté tratando; por el otro -íntimamente relacionado con el anterior- que es válido juzgar a las personas por sus atributos, sus investiduras y sus características físicas, y no por su conocimiento del tópico en discusión. Esto último permite incluso negar la posibilidad de hablar a un contendiente (lo que transforma al debate en una farsa; un mero soliloquio sinsentido).
Con respecto al primer error, el viernes pasado comentamos que se trata de una falacia ad hominem y que, lejos de generar vías de diálogo para un consenso o un desacuerdo razonado, sólo es capaz de lograr lo contrario: cerrar la posibilidad de una comunicación inteligente, y en cambio abrir la puerta al endurecimiento de posturas radicales, intolerantes y violentas; es decir, pasar del campo de la discusión al pantano del vituperio. Hoy hablaremos de la segunda incomprensión, con respecto al difícil arte (lo digo sin ironía) de disentir…
Es común y comprensible pensar que hay personas con mayor confiabilidad y autoridad para hablar, tomar decisiones o actuar con respecto a ciertos temas. Si planeáramos construir una casa, lo más seguro es que preferiríamos contratar a un arquitecto que a un dentista, no porque el segundo sea intelectualmente inferior, sino porque nuestra experiencia nos hace suponer que hay altísimas probabilidades de que los conocimientos del arquitecto estén especializados en el diseño y construcción de edificios, mientras que los del dentista estén enfocados en la atención a la salud dental.
Lo anterior es obvio y lo hemos comprobado tantas veces que, sin darnos cuenta, hemos dado un salto metonímico para acabar pensando que el título hace al especialista, y no viceversa: los conocimientos y las habilidades que posea una persona con respecto a un tema determinado y las obras que demuestren lo anterior son los que la convierten en especialista.
En Aguascalientes tenemos ejemplos monumentales que nos recuerdan todos los días la significativa diferencia entre las investiduras de las personas y sus obras: se trata de los edificios construidos por Refugio Reyes, maestro albañil sin estudios universitarios que, sin embargo, por sus obras mostró ser el mejor especialista aguascalentense de su época, en lo que se refiere a diseño y construcción de grandes recintos. Si Reyes estuviera entre nosotros, ¿decidiríamos no consultarlo con respecto a cuestiones de arquitectura, por su carencia de un título universitario? (Aunque, cabe aclarar que la UAA le otorgó uno de manera póstuma). Otro tanto podríamos decir si, hablando de la innovación tecnológica, pusiéramos como ejemplos a Mark Zuckerberg y a Steve Jobs.
En el campo de la argumentación, el error que cometemos es idéntico: entendemos que sólo alguien con título de abogacía podrá hablar de leyes; que exclusivamente un licenciado en filosofía podrá disertar sobre “las causas últimas de las cosas” y que un titulado en agronomía será el único capaz de explicarnos cómo trabajar el campo. Aunque es cierto que un abogado es un especialista en leyes, un filósofo en hacer cuestionamientos de fondo sobre nuestro ser y hacer en el mundo, y un agrónomo en técnicas de sembrado y de cultivo; también es cierto que puede haber personas no acreditadas oficialmente en estas áreas, que saben lo mismo o más que cualquier especialista y que, por lo mismo, tienen todo el derecho de disertar en igualdad de condiciones con el abogado, el filósofo o el agrónomo.
Y si lo anterior es cierto cuando hablamos de campos del conocimiento relacionados con profesiones específicas, con mayor razón lo es si hablamos de la discusión de temas sociales de interés común, en los que la experiencia diaria de cada uno de nosotros nos provee argumentos y datos para generar una opinión. Mientras el diálogo esté sustentado en razonamientos válidos y datos fidedignos, cualquier persona tiene derecho a expresar su parecer con respecto a cualquier tema, en un debate abierto y de interés público.
Esto va más allá de la profesión que uno ejerza: ni el género sexual, ni el origen etnográfico, ni el tono de piel, ni la estatura, ni nada semejante podrá ser usado para condicionar o impedir la participación de una persona en una discusión, incluso aunque se aborde un tema complejo, delicado o polémico. ¿Por qué? Porque la lógica, los razonamientos y las pruebas (datos, ejemplos, estadísticas) que se puedan presentar sobre un determinado tema social son intrínsecamente independientes de las personas que los expongan; es decir, tales pruebas y argumentos serán verdaderos o falsos por sí mismos, y no a partir de la configuración genética, la biografía o la procedencia geográfica de quien los exprese.
Desgraciadamente y como comentamos hace una semana, en las redes sociales y en los espacios de opinión abierta, se ha puesto de moda e incluso se ve con buenos ojos impedir el uso de la voz a una persona o desacreditar su opinión, basados exclusivamente en su pertenencia genérica, su biografía o sus atributos personales. Discutir así no es discutir; es, en todo caso, transformar al disenso en un acto de violencia; un intento de imposición por la fuerza que ni por asomo podrá conseguir la construcción de un mundo mejor…
Cierro este espacio invitándolos a que nos visiten el domingo a nuestra tradicional Feria Universitaria. La oferta de actividades artísticas, culturales, académicas y deportivas es amplísima y el evento está abierto para toda la familia. Este año por primera vez tendremos actividades complementarias el día sábado (por ejemplo un paseo en bicicleta y una muestra empresarial). Pueden consultar el programa general de la feria en nuestra página de internet. ¡Los esperamos!