Francisco Javier Avelar González

Hace unas semanas, nuestra casa de estudios celebró el décimo quinto aniversario de haber fundado su Licenciatura en Nutrición, programa educativo que marcó precedentes por ser el primero de su tipo en Aguascalientes y porque, a partir de entonces, sus egresados han estado colaborando comprometidamente con las tareas de generar bienestar entre la población y de crear conciencia sobre los riesgos y consecuencias de no llevar a cabo una dieta adecuada.

En el evento conmemorativo de esta carrera, tuvimos la oportunidad de conversar precisamente sobre algunas de las problemáticas derivadas de una alimentación deficiente. Como solemos hacer cuando el caso lo amerita, quisiera compartir con ustedes, en las siguientes líneas, algunos de los datos y las reflexiones mencionadas en aquella ocasión:

De acuerdo con un estudio publicado por la OCDE, se estima que para 2030 el 40% de los adultos en México sufrirá de obesidad. A 12 años de distancia de que tales previsiones se vean cumplidas, esta organización ya nos ubica dentro de los diez países con mayor índice de obesidad en el planeta. De manera simultánea, pero desde un polo enteramente opuesto, organizaciones como la UNICEF calculan que casi el 10% de la población infantil urbana de nuestro país (y un 14% de la rural) sufre de desnutrición crónica.

Las estadísticas con respecto a este tema reflejan diversos problemas de fondo: uno de ellos es la enorme brecha de desigualdad que existe en México. Otro, la ausencia de buenos hábitos alimenticios, tanto por carencias económicas como por la falta de cultura en temas de nutrición.

Sea por una cuestión de desigualdad o por falta de educación y de buenos hábitos alimenticios, lo cierto es que, de acuerdo con estimaciones de la ONU, la malnutrición le cuesta a México aproximadamente 28 mil 800 millones de dólares anuales; esto es aproximadamente el 2.3% del Producto Interno Bruto Anual. Esta onerosa situación no sólo perjudica a cada uno de los mexicanos que padece obesidad o desnutrición, sino que también repercute de forma directa en nuestro sistema de salud e, indirectamente, en el educativo y laboral.

En el sistema de salud porque la malnutrición, en cualquiera de sus dos extremos, desencadena una gran diversidad de enfermedades graves que requieren de atención especializada. Por ejemplo, las dos principales causas de muerte en el país, en 2016, fueron las enfermedades del corazón y la diabetes. Como sabemos, en ambos tipos de padecimientos los malos hábitos alimenticios suelen jugar un papel preponderante.

Con respecto a los sectores estudiantiles y laborales del país, la alimentación inadecuada nos afecta de manera importante porque una población que presenta desnutrición ocasional o crónica, o con tendencia a consumir productos poco balanceados, verá minada su capacidad de atención, retención, trabajo y aprendizaje. Es cierto que al hablar de educación y desarrollo laboral hay múltiples factores que tendríamos que tomar en cuenta; pero, sin lugar a dudas, la mala nutrición está jugando un papel muy significativo en el desenvolvimiento diario de millones de estudiantes y trabajadores.

Los costes de no atender esta situación con el suficiente énfasis serán (ya lo son) muy altos, porque directa o indirectamente los desequilibrios alimenticios de la población merman la salud, la economía y el desarrollo social. Por ello, la proliferación de consultorios, departamentos clínicos y centros especializados en nutriología no debe tomarse como una moda generacional o de clases sociales acomodadas.

Se trata más bien de una medida necesaria y urgente que debe impulsarse a gran escala para que, por un lado, se reduzcan los altísimos índices de obesidad que padecemos y, por otro, se erradique la desnutrición (sobre todo entre los sectores vulnerables y más expuestos a padecer hambre por falta de capacidad económica y oportunidades de desarrollo).
Cabe mencionar que el campo acción de nutriólogos y médicos especializados en esta área no sólo abarca la prevención: su labor también es vital en el trabajo con atletas de alto rendimiento, así como en el tratamiento de pacientes -o convalecientes- de muy diversas enfermedades o situaciones físicas de cuidado especial (si tuviéramos que internarnos en un hospital por alguna de estas causas, se nos daría una dieta personalizada, de acuerdo con el contexto específico de nuestra enfermedad y nuestras características físicas).

Por todo lo ahora dicho, es indispensable generar profesionistas especializados en los temas de alimentación. En respuesta a esa necesidad, nuestra máxima casa de estudios fundó hace 15 años la Licenciatura en Nutrición. Desde entonces a la fecha, hemos formado a más de medio millar de nutriólogos, que se han ido diseminando por nuestro territorio, tanto en el sector público como en el privado; nutriólogos que, seguramente, a mediano y largo plazo marcarán una diferencia notable con respecto a los hábitos alimenticios y la calidad de vida de nuestra entidad. Debo mencionar también que la calidad académica de esta licenciatura ha sido avalada nacionalmente por los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior, quienes la han reconocido como un Programa Educativo de Nivel 1.

Cierro este espacio semanal haciendo una respetuosa invitación a que analicemos nuestros propios hábitos alimenticios e intentemos mejorarlos, como una forma de prevención ante posibles enfermedades, pero también para mejorar sustancialmente nuestras vidas. Por supuesto, me parece que también debemos buscar, en la medida de nuestras posibilidades, las maneras de ayudar a reducir las brechas de desigualdad, para que todos tengamos acceso a una alimentación adecuada, con independencia del lugar donde vivamos y el trabajo que desempeñemos.