Francisco Javier Avelar González

El dos de octubre es una fecha especialmente significativa para el gremio estudiantil de nuestro país, pero también para toda la sociedad mexicana, porque en el marco de la trágica jornada, en 1968, los jóvenes universitarios nos mostraron la importancia de su participación política para el desarrollo de la democracia nacional. Este martes, con la conmemoración del quincuagésimo aniversario de este sensible e infausto acontecimiento como contexto histórico, 55 licenciaturas y el Centro de Educación Media de nuestra casa de estudios renovaron las mesas directivas de las sociedades de alumnos que integran a la FEUAA.

Más allá de lo emotivo del acto protocolario, esta enorme toma de protesta constituyó un reflejo claro de la salud universitaria y del innegable compromiso de nuestros estudiantes para con su formación integral. Es esperanzador comprobar que los jóvenes canalizan el vigor propio de su edad, así como la creatividad, los conocimientos y la inteligencia que implica su nivel de estudios, para ir más allá de los espacios y programas formalmente académicos; para organizarse y generar más oportunidades de crecimiento profesional, cultural, deportivo y personal.

Por supuesto, la toma de protesta es un primer paso para las nuevas mesas directivas de nuestras sociedades de alumnos; a éste se deben sumar muchos otros que den peso y profundidad a los compromisos y las responsabilidades que recién han aceptado. Quisiera hacer aquí un par de apuntes cercanos a esta última cuestión; es decir, al paso medular entre las palabras o las intenciones y los actos:

El racimo de virtudes propio de las nuevas generaciones (vigor, creatividad, capacidad y conocimientos), sintetizado en el admirable verso de Ruben Darío –“Juventud, divino tesoro”- es posiblemente la mejor opción que tenga cualquier estado o país para ascender posiciones en los escalafones de desarrollo y bienestar. Por supuesto, las virtudes mencionadas son insuficientes en sí mismas, si no se acompañan de una voluntad manifiesta de buscar mejorar su entorno; es decir, se trata de potencias que bien pueden ser inutilizadas o, por el contrario, pueden traducirse en acciones positivas. Ponerse en acción requiere vencer la resistencia natural de un estado previo de inacción. Ahí el reto que todos debemos enfrentar, pero especialmente nuestros jóvenes.

Aunque la inactividad en sentido estricto se traduce a no hacer nada, en la vida cotidiana también puede referirse al uso del tiempo y las energías propias en actividades que no tengan trascendencia ni beneficio alguno. Con respecto a ello, cada época tiene sus propios cantos de sirena, y el uso improductivo de las redes digitales puede ser ese engañoso llamado que seduzca y pueda hacer encallar a las nuevas generaciones…

A pesar de todas sus virtudes, uno de los peligros de internet y de las redes sociales digitales (espacios en los que cada vez pasamos más tiempo) es, justamente, que son capaces de fabricar mundos ficticios que agotan las potencialidades de las personas en manifestaciones inocuas o de poca trascendencia en ámbitos no virtuales. Me explico: unos minutos diarios “retuiteando” o “reposteando” carteles sobre la ecología, la no violencia o la lucha por reducir diversas brechas de desigualdad, si bien puede ser un excelente mecanismo publicitario para la concientización de dichos temas, también puede convertirse (como, de hecho, sucede) sólo en un paliativo, o en un vistoso sustituto (sin impacto real) de las acciones que se necesitan para resolver efectivamente los problemas del entorno.

Pensemos en dos ejemplos: compartir en redes la foto de un oso polar famélico en un pequeño islote de hielo que flota en el mar, a la deriva, es una dolorosa imagen que muestra los efectos del calentamiento global, provocado en gran medida por nosotros; repostear la fotografía de un río o de un fragmento del océano saturado de botes y bolsas de plástico, también es capaz de darnos una idea general del daño que le estamos haciendo al planeta con nuestras dinámicas de consumo y nuestra pobre cultura sobre el reciclaje. Sin embargo, la retransmisión de estas dos imágenes en sí mismas, en realidad no equivale a realizar una acción concreta trascendente para revertir el problema (con todo, sigue siendo un primer paso para mover conciencias).

El peligro que mencionaba líneas arriba consiste en que llevar a cabo esta iniciativa de concientización digital se quede sólo en eso; en el plano de la realidad virtual, porque haga sentir a los internautas satisfechos, pues sientan que al “compartir”, “comentar” o “dar like” ya han aportado su granito de arena a favor de la ecología. El temor que aquí expreso encuentra su justificación en hechos cotidianos, fácilmente comprobables; por ejemplo: a pesar de la enorme conciencia ecológica generada en las redes sociales, es posible observar incluso dentro de muchos espacios universitarios y en comercios aledaños, que el unicel, los popotes y las bolsas desechables continúan utilizándose con naturalidad y sin remordimiento por toda la comunidad…

Decía un refrán popular -con esa enorme sabiduría que suele distinguirlos- que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. El tiempo productivo de una persona es limitado, y la juventud, con toda esa potencia o capacidad que hemos mencionado, es aún menos duradera.

Quiero cerrar la breve reflexión de esta semana, invitando a todos, pero especialmente a los jóvenes, a dar el salto necesario entre las intenciones o las palabras y la acción. Toda su energía, toda su creatividad, conocimientos e inteligencia deben ser canalizados y traducidos a acciones concretas, que marquen visiblemente rutas de mejoramiento en nuestro entorno. Quienes no estamos ya tan jóvenes, pero seguimos en edad productiva y contamos con el valor de la experiencia (que sólo da los años), debemos aportar esta última para ayudar a combatir las problemáticas de nuestro tiempo, así como para guiar y formar a las generaciones que habrán de tomar nuestro lugar en unos años. Nos vemos la siguiente semana.