Francisco Javier Avelar González
La etimología de la palabra ciencia nos indica que viene del latín scientia, cuyo significado es, textualmente “conocimiento”. Alguna vez escuché que conocer equivalía a encontrar las relaciones ocultas que existen entre las cosas; por ejemplo, la relación que hay entre una manzana que se desprende de un árbol y el enorme bólido al que reconocemos como nuestro planeta. En otras palabras, el conocimiento en este caso es haber encontrado la relación oculta entre ambos cuerpos, enunciada por Isaac Newton como la Ley de la Gravitación Universal (la fuerza de atracción que experimentan dos cuerpos dotados de masa es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa).
A lo largo de la historia, la humanidad ha ido perfeccionando sus maneras de encontrar dichas relaciones; es decir, de conocer. Este perfeccionamiento ha partido del establecimiento y el ajuste paulatino de diversos postulados metodológicos, determinantes para reconocer al conocimiento verdadero de la fantasía o de las suposiciones metafísicas improbables o imposibles de probar (y, por lo mismo, de utilizar para el beneficio común y/o de refutar). Además del perfeccionamiento en las bases y las metodologías de investigación científica, los seres humanos descubrimos que el trabajo en conjunto o, en su defecto, la comunicación de los hallazgos propios y la recepción y aprendizaje de los descubrimientos ajenos, nos podía ahorrar muchos años en la resolución de diversos problemas o cuestionamientos de distintas índoles.
Históricamente, el florecimiento de diversas civilizaciones así como la pujanza de las grandes potencias mundiales -incluyendo las contemporáneas- está directamente relacionada con su capacidad para generar conocimiento a través de la ciencia, para aplicarlo en inventos que resuelvan diversas necesidades universales (por ejemplo de comunicación o de mejoría de la salud: pensemos en los teléfonos celulares y en los anteojos) y, finalmente, también en su capacidad de absorber y aprovechar para beneficio propio los descubrimientos hechos en otras naciones (de ahí la importancia y el enorme celo en el registro de patentes y de propiedad intelectual).
En un mundo globalizado como el que nos ha tocado vivir, resultaría catastrófico no invertir en educación, ciencia y tecnología, o cerrar los ojos y los oídos a las tendencias científicas y tecnológicas universales. Establecer un diálogo con la comunidad internacional, para reconocer los problemas comunes (por ejemplo la necesidad de crear energías más limpias y más eficientes, la de producir más y mejores alimentos en un menor espacio, o la de resolver enormes acertijos médicos como los que representan
el VIH y el cáncer), debe ser una condición sine qua non para lograr desarrollo y bienestar económico y social.
No se trata de una cuestión ideológica, política ni coyuntural: como mencioné líneas arriba, la historia ha demostrado una y otra vez que las potencias mundiales suelen invertir en investigación y siempre han sabido comunicarse con otras comunidades y beneficiarse de sus conocimientos (¿cuánto debe Roma a los griegos y cuánto le debe el mundo hispano a los conocimientos provenientes de los musulmanes, que el imperio español absorbió hace ya varios siglos?).
En la Universidad Autónoma de Aguascalientes estamos conscientes de la necesidad tanto de impulsar la investigación como la comunicación entre investigadores; es decir, del intercambio de hipótesis, métodos, hallazgos y cuestionamientos, de tal manera que la generación de conocimiento sea vinculante, tenga la mayor envergadura posible y, tarde o temprano, coadyuve a mejorar el nivel de vida de la sociedad. Por ello, desde 2005 creamos el congreso intitulado “La Investigación en el Posgrado”. Desde hace unos años, conseguimos que este encuentro académico tuviera alcance internacional y hoy día representa el esfuerzo dialógico entre investigadores más importante de la entidad.
A través de acciones como la ahora mencionada, nuestra máxima casa de estudios no sólo desea ser un ejemplo de calidad y eficiencia en el desarrollo de sus funciones sustantivas, sino que también quiere dar el mensaje implícito al resto de los sectores sociales (el gubernamental y el empresarial, por ejemplo), de que el camino ideal para lograr la mejoría del país está en la educación, la investigación y la unión de voluntades. Reitero una vez más que, por nuestra naturaleza y por la limitación de las capacidades humanas, no son los esfuerzos individuales y aislados, sino el trabajo en conjunto, el que nos ha permitido desarrollar las sociedades contemporáneas y lograr avances sin precedentes en rubros de vital importancia como, por ejemplo, el aumento en la esperanza de vida (de acuerdo con datos del INEGI, en 1930 las y los mexicanos vivían un promedio de 34 años; hoy el promedio es de 75. Algo similar ha sucedido en todas las naciones desarrolladas o en vías de desarrollo).
Desde las universidades y los centros educativos del país, nos corresponde continuar abriendo puentes de vinculación, para crear sinergias que nos permitan convertirnos en una nación que desarrolle y exporte, a gran escala, tecnologías y conocimientos. No debemos desacelerar en este esfuerzo, sino todo lo contrario.