Francisco Javier Avelar González

Uno de los temas con mayor número de menciones en las redes sociales y en los medios periodísticos mexicanos es el de la violencia. Basta una breve visita a Facebook o a los portales de los noticieros para deducir que los crímenes en contra de la integridad física o la vida de las personas continúa siendo uno de los principales problemas por resolver.

Cuando acudimos a las estadísticas, la sensación de vulnerabilidad generalizada encuentra sustento. Por ejemplo, de acuerdo con el INEGI, en 2017 se contabilizaron 32,079 asesinatos (28,522 hombres; 3,430 mujeres -aproximadamente 700 de ellos fueron feminicidios-, y 127 personas de sexo no especificado). Dicho así, en términos absolutos, es difícil medir la gravedad de la cifra. Hagamos entonces una comparación de 1997 a la fecha, con cortes cada diez años:

En 1997, el mismo instituto contabilizó un total de 13,552 homicidios (12,166 hombres; 1,370 mujeres; 16 de sexo no especificado). Y en 2007 el número fue de 8,867 (7,776 hombres; 1,083 mujeres; 8 de sexo no especificado). Como puede apreciarse, en los últimos diez años la cifra estuvo a punto de cuadriplicarse. Así pues, incluso sin comparar con otras naciones nuestros índices en este rubro, el crecimiento exponencial de asesinatos indica que la situación es preocupante.

Organizaciones civiles, periodistas y estudiosos del tema, han sugerido una correlación entre las acciones de combate contra el crimen organizado los últimos doce años y la escalada en las situaciones de violencia en el país. Es muy probable que tengan razón, y tal vez las estrategias implementadas en estos años no estén funcionando adecuadamente por un error en el diagnóstico inicial del problema, en el cual se asumen como causas últimas hechos que deberían ser leídos como consecuencias de situaciones más profundas. Me explico:

El creciente número de grupos delictivos relacionados con el narcotráfico es considerado causa directa del aumento en los índices de asesinatos y secuestros. Bajo tal premisa, no podríamos estar en desacuerdo con que la solución se encuentra en el combate frontal a todos los cárteles del país. Sin embargo, al pensar así dejamos inconclusa la reflexión, y elidimos una pregunta importantísima que podría marcar otros posibles derroteros: ¿a qué se debe el considerable aumento de narcotraficantes en México? Dicho de otra forma, cuáles son las condiciones económicas, educativas, jurídicas, culturales y sociales que están funcionando como caldo de cultivo para la proliferación de grupos criminales, de amplia envergadura y notable organización. Además, cabe preguntarnos si esas mismas condiciones han permeado en el resto de la población, de tal suerte que incluso sin pertenecer a un grupo delictivo de gran calado, las personas muestran mayor tendencia a resolver conflictos personales o necesidades económicas por vías ilegales y/o violentas.

Un estudio multifactorial podría permitirnos centrar la atención en las raíces o las causas últimas de la violencia generalizada para, a partir de ahí, invertir en el desarrollo de campañas preventivas y no sólo en acciones correctivas (o paliativas). Por ejemplo, si consideramos que estadísticamente las personas con menores posibilidades de involucrarse en un homicidio (como víctimas o victimarios) son quienes cuentan con estudios de licenciatura y, más aún, de posgrado, entonces parece razonable suponer que, a mayor educación, mejor control de la violencia física letal. Siguiendo con este orden de ideas, invertir decididamente en la formación educativa integral de los ciudadanos (es decir, una educación que no sólo aborde cuestiones técnicas, sino también relacionadas con la ética, la vocación de servicio y el humanismo) impactaría de forma significativa en la disminución del índice de asesinatos (y otras formas de violencia).

Otra variable por considerar es la ocupación y el nivel socioeconómico de quienes se ven envueltos en situaciones de violencia; esto no con el fin de incriminar a un sector poblacional, sino muy al contrario: con el propósito de determinar cuáles son sus necesidades, preocupaciones o carencias, y atenderlas cabalmente. A juzgar por las sociedades de los países con mejor calidad de vida, no es idealista pensar que si aumenta la sensación de inclusión y satisfacción en los sectores que se sientan (o que estén) desatendidos o apartados, disminuirá proporcionalmente el índice de violencia.

Un factor más a tomar en cuenta es el género, tanto de víctimas como de victimarios. En este rubro los datos son conclusivos: la violencia física es generada y absorbida, en porcentajes monumentales, por los hombres. Estos datos ni son exclusivos de nuestro país, ni son recientes. La pregunta entonces es, ¿qué se ha hecho al respecto? Aunque aquí el terreno es peliagudo, tal vez coincidiríamos en que no ha habido campañas formales (o suficientes) de sensibilización, atención y educación social cuyo receptor primario sean personas de sexo masculino (por ser ellos los mayores generadores de violencia). Es cierto que existe un sinnúmero de campañas para la promoción de la equidad de género y para la prevención de la violencia contra las mujeres; sin embargo, hace falta sumar en estos esfuerzos a los hombres, dejando atrás la tendencia de culpabilizarlos y recriminarlos en bloque, para buscar más bien -reitero- sensibilizarlos, educarlos y hacerlos partícipes reales de los esfuerzos en pro de la paz (y, por supuesto, de la equidad)…

El estudio de este fenómeno es tan complejo, que no puede agotarse en una editorial. He intentado solamente plantear el problema y dar un par de ejemplos sobre lo que entiendo por determinar y atender las raíces profundas de la violencia. Por supuesto, un trabajo formal al respecto requiere la participación de especialistas y el acuerdo con quienes tienen la responsabilidad de administrar al país. Estoy seguro de que uno de los mejores antídotos contra la violencia, al cual no se le ha dado la debida importancia, es la educación. No una educación en términos exclusivamente académicos, sino integral, que además implique la participación de padres de familia, docentes de todos los niveles, medios de comunicación (a través de campañas en radio, medios impresos, internet y televisión), organizaciones sociales y gobierno.

Si queremos que las estadísticas de asesinatos (y de violencia en general) no se sigan elevando, es prioritario que hablemos del tema ya no como meras víctimas o testigos, sino como corresponsables. Es tiempo de que nos unamos y busquemos juntos estrategias que no dejen toda la carga al poder judicial y a los organismos de seguridad pública del país. En este sentido, la educación integral y participativa -que rechace la corrupción, la impunidad, la ilegalidad y la resolución de conflictos con el daño físico, aún en sus manifestaciones más mínimas- debe ser uno de los pilares para lograr un cambio significativo… ¡Nos vemos la próxima semana!